Hace unos años Antoni Orell, al que me une un afecto personal que se remonta a mi niñez, publicó un artículo con el mismo título que hoy recupero. Cuando lo escribió ya estaba en la retaguardia y se presentó -si no me traiciona mi mala memoria- en los puestos de suplente con el convencimiento de que tenía que apoyar un proyecto político desde la base.
He querido recordar este gesto generoso, de quien no pide nada pero apoya una idea, en el ecuador de esta espesa campaña electoral que nadie quería, que nadie soporta y que todo el mundo espera que pase cuanto antes.
Todos, y yo incluido, somos propensos a dar al muñeco (cabeza de lista). Para él va la gloria o la nada. Pero detrás de cada candidato hay toda una maquinaria que rueda y rueda. Están los profesionales, algún interesado y los que apoyan, convencidos, una causa (los que no piden nada y siempre dan).
En esta nueva llamada a las urnas, en las que como periodista tienes que aguantar estoicamente como te golpean constantemente a la puerta, mi punto de mira, quizás por casualidad o por hartazgo, se ha fijado en ese afiliado/simpatizante que está a la que le llaman. Sea para pegar un cartel, repartir propaganda o dan un paso al frente para atender un tenderete en el que se reparten globos, pins o lo que sea.
Sí, son los últimos de la fila. Que apoyan y creen, que se movilizan y están al pie del cañón.
En los tiempos que vivimos donde el individualismo impera sobre cualquier otra postura social, no me deja de sorprender que haya personas que se sumen a este voluntariado. Alguno pueden pensar que ya se lo cobrarán en el futuro. Vale, es posible, pero a mí me sigue asombrando que, con la que está cayendo, haya gente anónima dispuesta a arrimarse a una causa que va contracorriente.