El Lazareto de Maó es un lugar siniestro. Para mí. A la entrada, una escultura de bronce de Manel Ramos, «Humanidad doliente», nos presenta a un hombre sufriendo y cargado de cadenas. Dicen que representa la liberación de la peste, la enfermedad maldita, pero a mí no me lo parece. Es más, es como un presagio de todo el horror que encontraremos tras aquellos muros.
El interior del islote del Lazareto está dividido en zonas infranqueables que separan a los «limpios» de los «sucios», un eufemismo desagradable y cruel para denominar a los enfermos. En su zona todo son privaciones, mientras que en la zona de los «limpios» hay confort y libertades. En el tiempo que visité esta zona estaba ocupada por veraneantes exclusivos y favorecidos del Ministerio de Sanidad.
En el centro de aquel complejo, casi carcelario para algunos, destaca una construcción circular donde, desde una garita central se impartía misa a los del «otro lado» y comunión por un procedimiento de lanzamiento, guardando las distancias para no ser alcanzados por los miasmas de los apestados (o sospechosos de serlo). Las fuertes rejas de las celdas, como de animales de zoológico, recuerdan permanentemente que aquellos son los excluidos.
Una artista, Lucía Vallejo, visitante habitual de la isla desde que tenía 5 años, ha creado una instalación de sus obras en tan tétrico lugar. Tétrico, pero muy acertado, ya que su obra en este contexto incorpora otro sabor. Amargo. Su obra nos habla del desgarro, de la muerte, del dolor, del recuerdo y de la esperanza. Utiliza para ello telas, hábilmente trabajadas, panes de oro, cristales de Venecia y de Bohemia, maderas, cenizas… pero sobre todo utiliza un conocimiento profundo de la Historia del Arte y la sensibilidad artística.
Lucía Vallejo hace un trabajo extraordinario de conexión entre el arte del Barroco y el Contemporáneo. Ella ya había presentado hace unos años en la isla su exposición «Memento mori», impresionante, con sus recreaciones de momias y sudarios en una nueva visión de bodegón con ese mismo nombre, memento mori también llamado vanitas. Aquellos bodegones barrocos mostraban la naturaleza que se descompone, para recordarnos la fugacidad de los placeres terrenales y que solo el alma es inmortal. Lucía se acerca a esta reflexión sobre la vida, que combina con el dolor y el duelo por la muerte.
La instalación en el Lazareto tiene un título sugerente: «Nuestros pensamientos, nuestras jaulas». Pero, en el fondo, Lucía sigue hablando del dolor y de la muerte, de la prisión del cuerpo y la liberación de las almas.
En estas representaciones simbólicas los paños de lino que envuelven las almas vuelan liberadas de los cuerpos. Pero en el Lazareto las almas chocan contra los barrotes de las celdas; o parecen crucificadas contra las lúgubres paredes de piedra. Almas atrapadas intentado huir de su encierro.
Fantasmas como espectros de personas ninguneadas. ¿Qué pasa con el alma de alguien olvidado, de alguien que no ha podido ser él mismo? Hay una instalación de obras en el Torreón de los Secretos del Lazareto que Lucía ha denominado «Mujeres en silencio», a las mujeres que nunca pudieron firmar su obra. Su presencia fantasmal y silenciosa tiene algo de estatua clásica, con sus ropajes de mármol eterno, pero cuando te acercas descubres que son telas, paños blancos como mortajas, vacíos. Y provoca un escalofrío y mucha comprensión.
Pero quizás la pieza más espectacular de la instalación de Lucía Vallejo en el Lazareto sea «La jaula dorada», que se encuentra en la garita central o capilla donde oficiaba el sacerdote. En su lugar pende del techo un gran paño cubierto de pan de oro de 22 kilates por delante y de oro falso por detrás se eleva como los ropajes de una figura barroca. La suave brisa que siempre sopla en el islote hace girar caprichosamente la tela, ofreciéndonos a veces el oro verdadero y a veces la cara falsa. A su alrededor, en las jaulas, las almas de los «sucios» lloran y gritan su desgarro impotente tras los barrotes, intentando escapar de su dolor. Escalofriante. Las obras de Lucía recogen la fuerza de aquel escenario imponente y nos llevan a la emoción y a la reflexión.
Pero no todo es terrible y cruel en esta propuesta artística. Hay también unas piezas hermosísimas de cristal sobre los pozos de agua. Esos cristales ovalados contienen en su interior las cenizas de otros paños, otras almas, encapsuladas en elegantes vidrios. El pozo de agua, como símbolo de vida, y el cristal como la esperanza del Ave Fénix, de ser el germen de una nueva vida.
Tengo que confesar una cosa: yo no he ido a ver esa instalación en el Lazareto comisariada por María y Lorena de Corral. Lo que os cuento lo sé a través de textos leídos, fotografías, vídeos y conversaciones con Lucía Vallejo. No me gusta ese lugar. Tampoco iría a visitar Auschwitz, el museo del Holocausto o el de Hiroshima. Pero entiendo que son necesarios para preservar la memoria. Aunque nos recuerden el dolor de otros, que también es el nuestro.
Y admiro a los artistas que se enfrentan a ello, valientes y, como Lucía Vallejo, salen victoriosos.