El viernes arrancaron las votaciones para las elecciones presidenciales en Rusia que perpetuarán a Vladimir Putin en el poder. En estos comicios el resultado final es lo de menos porque son unas elecciones sin rival, tal y como ha denunciado Occidente de forma reiterada. Una parte de la población, sobre todo los votantes de edad que añoran el modelo de la antigua Unión Soviética que pretende recuperar Putin, lo han apoyado, pero los jóvenes reclaman libertad y ven frustradas sus esperanzas porque no hay opositores al régimen de Putin. Hay que añadir el impacto de la guerra en Ucrania, que ha devastado el país invadido y ha provocado una fractura social en Rusia.
Las consecuencias económicas son penosas para el Kremlin, pero estremece pensar en el número de bajas -la mayoría reclutas jóvenes sin apenas formación- que se está cobrando esta contienda sin sentido. Por último, a este panorama incierto de un Putin reelegido en un país en guerra hay que añadir la retórica nuclear y las amenazas directas a la OTAN, que se suceden por parte de los mandatarios rusos. Es una escalaba verbal contra Europa tan peligrosa que debería ser atajada de raíz. Posiblemente, desde 1962 -cuando se produjo la crisis de los misiles de Cuba y EEUU y la URSS estuvieron a punto de entrar en guerra- el mundo no había estado tan cerca del abismo nuclear.