Cuando ya se han cumplido nueve meses de la invasión israelí de Gaza, que ha provocado un genocidio con más de 38.000 palestinos muertos, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, se encuentra ante una realidad tozuda. Pese a la imponente maquinaria de guerra de su país no ha podido doblegar a los milicianos de Hamás. La franja ha quedado reducida a escombros y dos millones de habitantes sufren desabastecimiento y unas condiciones de vida indignas, pero la resistencia palestina sigue en pie, lo que supone un auténtico desastre militar, político y estratégico para el polémico político, que sabe que su futuro está directamente ligado al resultado de la guerra.
A este desolador panorama se añade otro escenario apocalíptico: el cruce de fuego entre las tropas judías y Hizbulá, en la frontera con el Líbano, escala cada día, y unos y otros hablan ya de un conflicto a gran escala. Una guerra en aquel país devastado por una crisis económica sin precedentes, pero con milicias fuertemente armadas, más poderosas que Hamás, agitará aún más el avispero de Oriente Próximo. Y mientras, Irán, aguarda su próximo movimiento, a sabiendas de que un fracasado Netanyahu solo puede exhibir músculo. El régimen de los Ayatolás ya demostró su poderío con un ataque inédito sobre Israel meses atrás. Si los judíos invaden Líbano, la guerra sería total.