La catástrofe de Valencia, que ya se ha cobrado la vida de 158 personas, es una consecuencia directa del cambio climático, una realidad que no se puede negar. La sequía y el calentamiento global, junto con un consumo desmesurado y una gran presión demográfica, nos condenan a sufrir fenómenos meteorológicos extremos, como la DANA que ha azotado la Península. Las gotas frías serán cada vez más frecuentes y devastadoras. En el Gobierno y las autonomías faltan científicos que aconsejen a los políticos y sobran asesores sin formación alguna.
También ha llegado el momento de afrontar un debate complejo: ¿están las infraestructuras preparadas para aguantar estas tormentas huracanadas? Una gran parte de las carreteras, autopistas y equipamientos están ubicados cerca de ríos o torrentes, con puentes que, como se ha visto en Valencia, pueden ser arrasados por el agua con facilidad. Se convierten en ratoneras para los conductores, trampas mortales de las que es casi imposible escapar. Solo una reconstrucción de esas vías garantizaría la supervivencia en caso de catástrofe. Pero las administraciones tienen otras prioridades. Como tampoco se pone freno a la construcción desmesurada. Es decir, damos todas las facilidades para que tragedias como las de Valencia se repitan una y otra vez en distintos puntos de España.