Hace unos días, los informativos de la tele y la prensa deportiva recogían la entrega de coches de alta gama de una determinada marca, también de alta gama, de modelos exclusivos, a los jugadores del Barça y del Madrid. Son esos vehículos flamantes y llamativos en los que acuden luego a los entrenamientos y salen repetidamente en la tele que repetidamente nos informa al día de lo que hacen las figuras de las dos multinacionales del deporte. Los comentaristas de la tele, muy correctos, se cuidaron mucho de citar la marca de los vehículos para no hacer publicidad, los aros en el morro (del coche, claro) lo hacían prescindible. Guardiola se quedó sin premio, pero el idolatrado entrenador culé no lo hizo precisamente por vergüenza torera, sino porque además del suyo exigía uno para sus colaboradores.
La estrategia de la marca es costosa pero seguramente inteligente a tenor del impacto que tienen los dos grandes clubes y además neutraliza el efecto de rechazo si únicamente patrocinara a uno de los dos. Pero en los tiempos que corren, bañar en regalos millonarios a quienes retozan en la fama, la popularidad y la pasta causa cierto repelús. Cierto es que fabricando coches se mantiene la industria y los puestos de trabajo pero la publicidad también ha de tener sus límites y, como todo, criterios morales.