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La cena del empresario

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En un apartamento situado en el centro de la ciudad y sentada en su sofá se halla Ruth de Lima. Ruth es una mujer elegante y distinguida que se ha aficionado a fumar tabaco. Sofisticada y perfecta ronda los cincuenta. Últimamente le han pasado cosas raras en su casa; es la prometida de un importante señor, un empresario que se ha presentado en su domicilio comúnmente atareado. Cuando la visita es larga en lugar de cenar mira su agenda. Ante los requerimientos de ella no rectifica su actitud y dice: "Tengo mucho trabajo". Ella sabe que nunca ha tenido tiempo para dedicárselo y algunas veces le ha dicho: "Sólo pido un poco de cariño". Pero él incide en que sus empresas son lo más importante para él y que su moral no le permite intimar. Atenta ella sabe lo que representa, menos paro, más trabajo; y la actitud con lo que ha de afrontar. Los sórdidos silencios de sus contables no dejan entrever el dinero que está ganando. Ella acoge con rectitud su actitud y busca el apoyo de su silencio. La falta de sentimientos del él y el poco deseo hacia su cuerpo representan un reto. Llega el segundo plato, caviar, y él lo mira con frialdad. Espera el amor y ser amada, y tantos deseos por los que ha suspirado, raramente complacidos, y abducidos de algún segmento frío de su distante corazón. El empresario nunca le ha engañado, desde el primer beso le ha dicho que debería compartir su amor con él y con los bonos del Estado. Pero el amor no ha llegado y las manos de Ruth, de gran belleza y aparentes puentes en las arterias del planeta, son como atalayas de tristeza. "Contabilidad y codicia son mis premisas", le ha dicho. Ruth, mujer entera y de maravillosas piernas, de dientes de plata y melena larga que contratarían varios modistos y piel suave como la saliva y senos de arcilla y ojos de nácar que obligarían a la lujuria de tantos hombres, a desearla y fatigarla y ser dichosos en su cama; pero no... Parafraseada en la intención de tanto señor empeñado en buscar la perfección a través del cuerpo femenino. Ruth se obliga, en cuanto a su hermosura, a visitar tantos centros de belleza como pueda. Belleza pretendida por manipulación de hombres a los que no se entrega. El empresario la está mirando y le concede un minuto de diálogo; inusual en él porque su estatus social le libra de ese padecer. Ella sirve perfectamente a su pretensión de mostrar; pero tiene en su corazón un grave quebranto. La consentida conversación de él no la halaga en el esfuerzo que ha hecho por causarle buen provecho; y su sensibilidad resulta afectada y feminidad burlada.

En cuanto llega el postre el empresario se da cuenta de que ha fallado en algo. Cuando salía de su despacho le ha dicho a su secretaria que cuáles serían las flores más adecuadas para una mujer guapa. Ella se ha extrañado, y comentado que rosas blancas o pétalos de jazmín en aceite de naranja. Pero no las compró, se le olvidó. No por desdén, sino por distracción. Y por dispersión del amor en favor de la comisión. Ruth se levanta de la mesa dispuesta a servirle un ron. Su participación hace que ella se sienta desilusionada, ya que su mente es un auténtico prodigio de suerte bancaria. Su instinto comercial no le permite un instante de solaz y su cerebro ha de estar lúcido y presto, y con expresas órdenes dadas a sus contables de que le llamen en cuanto algo falle. "Tengo obligaciones contraídas -le dice- con el sistema político". Y ella: ¿y conmigo?... Siente que su vida es un rumor de hojas en una mesa de despacho que quisiera algo de él, de interés por sus piernas y los pormenores de sus caderas." "Que, a fin de cuentas -le dice- la inversión carnal no es tan mal negociar" pero no... Ella está para escuchar y para callar y para admirar. Y sabe cualquier otro hombre enloquecido por sus mimos y por sus excepcionales dotes de cariño y labios lindos y sin par atributos femeninos y sensuales guiños y signos de delectación y veleidades de habitación -si hiciera falta- o de masculina intención... Y tantas otras cosas que haría; que volvería loco a un cuerdo con sólo intuir la fricción de su cuerpo. "También tienes obligaciones para mí", dice. Pero él le contesta que no, que el amor no es causa de motivación ni de mutilación de su tiempo y que ha de dedicar todos sus esfuerzos a la dura tarea de los contratos y dividendos varios y negocios vastos y que todo es cuestión de financiación y mejora de su situación y cosas similares y compras artesanales, o inversiones en bolsa... Y al final la convence; y que quisiera revisar los términos de su unión y el acuerdo al que llegaron por sublimación. Ruth le sirve café y siente que su corazón está inflamado, piensa que la quiere –como solamente quiere quien ha tenido que ver mucho con el amor–. Porque su belleza no ha sido extranjera en la ciudad y muchos hombres la han pretendido; pero ella no ha consentido más amor que el cicho.

Su éxito sin embargo no ha sido contrastado, porque él ha tenido más acierto en el comercio que en sus pechos. Y como mujer decente que es –a los estructurados dedos de otros hombres– no le ha permitido más ingeniería de lo íntimo que si se los hubieran cercenado. No toma azúcar para no engordar y se contenta con verlo triunfar.

Pero ella sabe que nunca lo amará, porque él está más interesado en el dinero que en estimar.

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