En la noche del Viernes Santo cada año se realiza en Roma la piadosa práctica del Víacrucis, o sea, la memoria del recorrido de Cristo en su sagrada Pasión. Se van recordando las escenas narradas en los evangelios y algunas otras sugeridas por la tradición. El Anfiteatro Flavio, más conocido con el nombre de Coliseo, es el fascinante lugar que desde el siglo XVIII los papas dedicaron a la memoria de la muerte de Jesús y de los mártires cristianos, ya que en este emplazamiento, destinado a imponentes y no pocas veces crueles espectáculos, fueron inmolados tales testigos de la fe cuya muerte se asemejó a la de Cristo.
Los últimos papas han presidido con sencillez este Víacrucis y han encargado la redacción de las meditaciones y preces a diversas personas no sólo católicas, sino también de otras iglesias o comunidades eclesiales. Este encargo lo ha ido haciendo el Papa a varias mujeres. Este año ha sido escogida para ello una religiosa contemplativa de un convento de monjas de la orden de san Agustín, llamado de los «Cuatro Santos Coronados», situado dentro de la antigua ciudad de Roma, tan llena de sagrados recuerdos y de un copioso arte cristiano perteneciente a todos los estilos.
Sor María Rita Piccione es el nombre de esta religiosa, mujer de gran cultura y de una profunda espiritualidad, la cual es actualmente la presidenta de la Federación de Religiosas Agustinas de Nuestra Señora del Buen Consejo. Ella procede del monasterio de Laccetto en Siena, a cuya comunidad también pertenece sor Elena Maria Manganelli, pintora que ha realizado las ilustraciones que acompañan al libro del Víacrucis que todos los asistentes tenían en sus manos y en el que iban siguiendo con gran atención las preciosas reflexiones escritas por la autora.
El escrito de esta monja agustina es de una calidad impresionante, tanto por su profundidad teológica y espiritual, como por la delicada belleza de su expresión literaria. En su composición manifiesta un profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, así como de los Padres de la Iglesia y especialmente de San Agustín, cuyas enseñanzas están en la base de la espiritualidad de la Orden agustiniana.
Otro elemento de su inspiración pudo haber sido también el ambiente religioso y artístico del monasterio en el que vive dicha comunidad religiosa. La iglesia está dedicada a dichos cuatro santos y a otros que se unieron a ellos en el martirio. Los cuatro que podemos considerar como más conocidos eran cuatro solados romanos que se negaron a adorar a los dioses y los restantes fueron escultores o canteros que se negaron a esculpir la figura de un ídolo. Las escenas de su martirio aparecen en la parte inferior del ábside en unos frescos de un pintor llamado Giovanni di San Giovanni, del siglo XVII. En Santa María de Mahón, en lo más alto de la capilla barroca de San José aparecen también las figuras de los Cuatro Santos Coronados, porque de esa capilla se encargaban conjuntamente los gremios de carpinteros y albañiles
El conjunto del monasterio romano es típicamente medieval y en él hay otra capilla llamada de San Silvestre decorada con frescos de estilo bizantino del siglo XIII entre los que destaca en lo alto una representación de Cristo con los instrumentos de la sagrada Pasión. Éste es uno de los ambientes más sugestivos del arte medieval de Roma.
Como una simple muestra del valor espiritual del texto de Víacrucis compuesto por sor María Rita, he aquí unos preciosos párrafos correspondientes a la 13ª estación, que recuerda a Jesús muerto, bajado de la cruz y confiado a los brazos de su Madre: «La lanzada en el costado de Jesús, de herida se convierte en abertura, en puerta abierta que nos deja ver el corazón de Dios. Aquí, su infinito amor por nosotros nos deja sacar agua que vivifica y bebida que invisiblemente sacia y nos hace renacer. También nosotros nos acercamos al cuerpo de Jesús bajado de la cruz y puesto en los brazos de la madre. Nos acercamos "no caminando, sino creyendo, no con los pasos del cuerpo, sino con la libre decisión del corazón" (San Agustín, Sobre el Evangelio de San Juan, 26, 3). En este cuerpo exánime nos reconocemos como sus miembros heridos y sufrientes, pero protegidos por el abrazo amoroso de la madre. Pero nos reconocemos también en estos brazos maternales, fuertes y tiernos a la vez. Los brazos abiertos de la Iglesia-Madre son como el altar que nos ofrece el cuerpo de Cristo y, allí, nosotros llegamos a ser Cuerpo místico de Cristo».