Tecleo estas líneas en medio de un ensordecedor escándalo de compresores, martillos y taladros, obsequio de mis vecinos que se han sumado con entusiasmo al programa "ruidos y polvo para epatar al turista ya" que tan buena acogida ha tenido por parte de los promotores de obras, que (tras descartar inteligentemente el invierno por su escasa visibilidad) han elegido mayo como mes piloto encontrándolo idóneo para tales actividades. Quizás el estado de ánimo de aquel que somete a sus tímpanos a quinientos decibelios no es el ideal para escribir una columna en un diario, pero tengo la sensación de que, aún si cesasen el ruido y los temblores, mi humor no se acercaría ni por asomo a los estándares de bonanza deseables. Les explicaré por qué.
Bien sabe Dios que me había propuesto firmemente (ahora constato que con nulo éxito) no volver a mencionar jamás en esta tribuna la palabra "ascensor". Mi determinación era firme debido en parte al sabio consejo recibido al respecto de boca de mi amigo Paco Miramar (anteriormente Paco Groucho y supongo que Paquito en su más tierna infancia) que me señaló con acierto el peligro que corría de acabar aburriendo al personal con la morbosa insistencia en que había desembocado la obsesión que genera en algunos locos (al parecer soy de la partida) la impotencia producida por la observación constante de la fabulosa fosa séptica donde se vienen depositando reiterados engaños, incumplimientos de promesas, la opacidad de innumerables mangoneos, la estupidez (seguro que estará convenientemente representada en este magma fecal) y la falta de asunción de responsabilidades. En una palabra: la ausencia de rigor.
El otro pilar de mi (traicionada) decisión lo constituía el hecho de que ya muchas personas, al saludarme, me preguntaban cariñosamente por la evolución del ascensor, en el mismo tono en que lo harían al interesarse por la salud de mi parienta. El asunto pues empezaba a parecer patológico.
¿Qué me hizo entonces incumplir (al tan de moda estilo rajoniano) mi autopromesa? Pues estos inverosímiles, aunque veraces acontecimientos pueden explicarlo:
Durante una de las numerosas visitas que mi cuerpo, moviéndose (créanme) de forma independiente de mi voluntad, tuvo a bien realizar al santuario de mi devoción (el hueco donde se me apareciera un buen día la maquinaria precursora de la instalación del artefacto elevador) descubrí con indescriptible asombro una maniobra del equipo de operarios que de forma subliminal e inmediata me hizo comprender que una nueva cagada se estaba fraguando en tan energéticas coordenadas. No parecía desde luego normal ver a los carpinteros que unos días antes montaban con esmero un impecable encofrado, entregarse ahora a mazazos con gran determinación a desmigar el hormigón que acababan de desencajonar. ¡No puede ser real! Pensé. Lo era. El hormigón era defectuoso. Estupendo.
De manera que a pesar de no encontrar ruinas romanas o arenas movedizas u otros posibles marrones susceptibles de obligar a interrumpir las obras, el demonio de la falta de rigor (de nuevo) había encontrado por enésima vez un mecanismo sencillo pero extremadamente útil para retrasar la hipotética inauguración de la infraestructura hasta fechas más acordes con el historial del lamentable expediente, esto es, a acercarse (con suerte) al mes de octubre o noviembre, cuando la anoréxica temporada turística se encuentre en irreversible estado de necrosis.
Por supuesto yo no les contaría estas milongas, si la cosa hubiera quedado solo en este desliz cementil. Esta anécdota haría palidecer a gentes de países serios, pero a personas criadas en estos lares como usted y como yo, acostumbrados a que la sandez y la chapuza formen parte consustancial de nuestro paisaje cotidiano nos induce como mucho a levantar someramente una ceja. El error gozaría de la misma relevancia que un hecho similar tendría en Burkina Faso si no fuera porque al cabo de unos días de laboriosa reconstrucción del mencionado encofrado se repitieron los hechos con idéntica precisión: otra vez cemento chungo, otra vez mazazos para desmigarlo. Esto ya ni en Burkina Faso sucede sin que la gente se reúna alrededor del fiasco para mofarse. Este nuevo episodio dadaísta me hace plantearme como verosímil la hipótesis de la conspiración: alguien muy poderoso no quiere que se haga este ascensor.
Vivimos en un país de mierda. ¡Ya está, he dicho!; me ha costado pero tenía que decirlo, aunque me duela. O si no, ¿cómo calificar una sociedad en donde nadie asume su responsabilidad (excepto ustedes y yo que no tenemos otra opción)?. O ¿es que creen que alguien (al margen de nosotros los contribuyentes) pagará por la losa de Cesgarden que algún incompetente osado nos deja en herencia, o por el desastre de Bankia y los agujeros de tantas otras cajas, o pagará por el retraso de veinte años del ascensor del que hubieran dependido tantos ingresos y tantos puestos de trabajo en el puerto, o alguien quizás pagará por la mala gestión del Banco de España, por todos los inútiles despilfarros, fraudes, atracos directos de personas que se irán de rositas con una sonrisa en los labios mientras usted y yo seguiremos siendo embargados por aparcar el coche pisando un poco el paso de cebra?
Por eso les digo. Aunque se acabase el ruido de compresores, me costaría encontrar la paz. No hay paz sin justicia.