Suma y sigue. Enésimos y drásticos recortes al dictado de las instrucciones impuestas por Berlín y Bruselas. Por un lado, aplausos mayoritarios por la determinación de Mariano Rajoy en el alborotado patio parlamentario. Por otro, descontento y cabreo ciudadano en la calle. La ronda de movilizaciones desembocará probablemente en la convocatoria de una huelga general. Del silencio de los corderos al grito de los manifestantes: "¡manos arriba, esto es un atraco!".
Cuando regrese, puntual, la caída de las hojas otoñales, habrá que refugiarse de nuevo en la palabra para continuar denunciando tanto dislate político, para no respetar -aún rechazando de plano toda acción violenta- cuantas señales de dirección única conducen sin escapatoria posible a los rebosantes vertederos de la pobreza.
El problema es que la palabra no cotiza en el Ibex 35 y en estos tiempos es solamente un valor devaluado que a duras penas logra rebelarse o imponerse en una sociedad que pretende reconstruirse con el hormigón de los incumplimientos electorales, las mentiras y los comportamientos hipócritas. Total, la palabra, extremadamente debilitada, se borra de un plumazo, en un santiamén, mediante un simple decreto ley. Porque ayer y hoy se ha optado por gobernar a golpe de decreto ley, ordeno y mando.
La palabra, desnuda, carece de la fuerza de antaño. Así que para combatir el desánimo merece la pena recurrir a la chispa intelectual y la destreza artística que exhiben los Zaca, Carles Alberdi, Massu, Forges, El Roto y tantos otros artistas de la ilustración, dibujo o viñeta. Unos seres que, más allá de sus trazos y sus leyendas, se han convertido en unos honestos guías para la denuncia social. Su obra, nada efímera, se erige en una ayuda inestimable para derribar las barreras de la indignidad y la miseria moral, las toneladas de indignidad y miseria moral que han aplastado tantos sueños y proyectos.
Son muchos sin duda los ciudadanos que admiran la habilidad de los artistas citados. Son muchos los ciudadanos que lamentan no poseer sus dotes artísticas, ese arte mudo -acaso acompañado por unas escuetas pero certeras frases- que pone en evidencia las mil paradojas que depara la vida, sus vergüenzas y desvergüenzas, sus terribles injusticias; y también unas deleznables artimañas que elevan la cotización del engaño.
Los votantes del amén amén, los que asienten y permanecen callados en el sofá sin pronunciarse en público, no preocupan. Preocupan los de la protesta airada. Y mientras tanto crece el número de ciudadanos que hoy solo se dejan llevar o influir por los artistas de la denuncia cívica, unos ciudadanos que ya no confían en cuantos políticos se hallan hundidos, por méritos propios, en el descrédito o en los fangos de la corrupción. Como tampoco se confía en los partidos -grandes o pequeños- cuyo activismo está totalmente descafeinado y que ni siquiera consigue convencer al ejército de quienes han preferido afiliarse al abstencionista partido del escepticismo.
Pese a que la palabra está hoy tristemente devaluada, es necesaria la tozuda reiteración de una serie de preguntas: ¿Por qué se persiste únicamente en la vía de la austeridad y no se articulan políticas de crecimiento ante la alarmante caída de ingresos de la Hacienda pública? ¿Por qué se rescata primero a los bancos y cajas pésimamente gestionados antes que a las personas más castigadas por la crisis? ¿Por qué se insiste en cargar el peso de la crisis en buena parte de los colectivos de la sociedad más controlados y vulnerables? ¿Por qué no se ha acelerado, ni por la derecha ni por la izquierda, la reducción de la desmesurada red de empresas públicas creada por las administraciones central y autonómicas? ¿Por qué no se corta por lo sano con el despilfarro de las televisiones autonómicas? ¿Qué credibilidad puede pretender el Gobierno si su política de recortes solo conduce a consolidar una larga recesión y asfixiar por tanto la economía productiva? Ante el llamamiento de colaboración y sacrificios que se lanza a la clase trabajadora y a los empresarios que cumplen con sus compromisos y responsabilidades, ¿qué respuesta cabe esperar si el país, su Gobierno el primero, opta por no molestar a las grandes fortunas, se tapa los ojos ante las supermillonarias bolsas del fraude fiscal y promulga además una amnistía que los propios técnicos de Hacienda auguran que tendrá una muy dudosa eficacia recaudatoria? ¿Para cuándo la exigencia de sacrificios a cuantas personas y entidades ostentan el verdadero poder financiero? ¿Para qué tantos mensajes instando a recuperar la confianza y el optimismo si se aprecia una escandalosa inhibición gubernamental sobre una economía sumergida cada día más dinámica y con unos parámetros de actuación muy favorables para los defraudadores profesionales?
Con la mirada dirigida hacia el horizonte electoral, y puesto que la salida de la crisis va para largo, es lógico que comience a manifestarse una seria preocupación por la actitud que vayan a adoptar miles de votantes que habitualmente habitan espacios no militantes y cuyo poder decisorio para operar un vuelco político no conviene desdeñar.