Evolucionar tiene un precio más caro que el último modelo de teléfono móvil, de ordenador portátil o de novia por catálogo. Nos venderán que los avances tienen como objetivo hacernos más cómoda la existencia, rebajarnos preocupaciones, triturarnos lo que ya de por si nos viene masticado. Luego luciremos aparato, del tecnológico, claro, ante los amigos y fardaremos de megapixels, megabytes y megatontería. Lo reconozco, soy una de esas personas que disfrutan viendo las novedades que nos ofrecen las empresas y de los que todavía alucinan con algunas de las tareas que nos permiten hacer unos cacharros que caben en la palma de la mano y que son capaces, con la configuración adecuada, de mandar el planeta a tomar viento fresco donde habita el olvido. También me mosquea pensar en todo lo que me perderé cuando se me acaben las pilas y me dé por seguir esta absurda moda de morirse y que tiene al ser humano obcecado. Erre que erre.
Que un chino se rompa la cabeza diseñando un aspirador que te limpia la casa solo, una cybermascota a la que no tienes que sacar a pasear ni limpiarle las caquitas, ni le joroba la vida al vecino ladrando a todas horas, o un wáter que además de cumplir con lo suyo te acomoda la cita con la dulce melodía del Canon en re mayor de Pachelbel me parece perfecto. Pero, siendo sincero, hay que ir con cuidado porque al final se pierden cosas por el camino.
Es habitual ver en cualquier mesa de amigos como lo que antes era una animada tertulia ahora se ha vuelto un intercambio de frases vacías e intercaladas por consultas cada vez más frecuentes al teléfono móvil para ver quién me ha dicho qué o si la última foto que hemos colgado en la red social de turno gusta o pasa inadvertida. Cada vez más, el aparato con 3G, que son una especie de ondas magnéticas invisibles que conviven con nosotros y que se pasan el día rodeándonos -Algo que me parece que a la larga no tiene que ser bueno-, le gana el lugar en la mesa al tabaco. Antes el ritual al llegar a la cita era sacarse el paquete de tabaco del bolsillo y sentarse. Ahora va primero el móvil.
Las charlas y discusiones han perdido gran parte de su encanto. Lo que antes eran airados cruces de improperios donde incluso la amistad corría peligro ahora se resuelve buscando en el Google quien de los dos tiene razón. Y, admitámoslo, el trago de cerveza para el que tenía razón no sabe ni la mitad de bien que antaño.
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