Cuando compramos un bien de cualquier tipo (coche, ordenador, sofá, ropa, etc.) nos resulta normal obtener juntamente con la cosa comprada un certificado de garantía que la acompaña. Este certificado nos protege de los vicios ocultos (taras no visibles a simple vista) que pudiera tener nuestra adquisición. Se persigue con ello eliminar la incertidumbre y ofrecer seguridad jurídica, ambas necesarias para la proliferación del consumo y el impulso de la demanda.
Si pensamos en el proyecto más genuinamente europeo: el euro, y lo entendemos como un producto más, como un bien tangible igual que los restantes que tienen simplemente un valor de utilidad para el consumidor, ¿por qué erigimos al euro en un fin en sí mismo, si no es más que un medio o instrumento para la consecución del verdadero fin que es el bienestar ciudadano?
Si estamos atentos a los resultados cosechados por esta adquisición que es el euro, al que hemos incorporado a nuestra vida cotidiana (igual que la ropa o los electrodomésticos) y escuchamos a los propios fabricantes de la idea -la creme de la política europea-, podemos concluir que el euro no funciona pues concita virulentos ataques de los mercados que se suceden in crescendo sin que nadie sepa como atajarlos, provocando que aumente insosteniblemente el coste de los préstamos que pedimos para financiarnos. Entonces: ¿Qué virtud ontológica atesora el euro para que en su nombre soportemos estoicamente los más duros efectos sobre nuestro bienestar?
¿Por qué las respuestas de nuestros gobiernos a tanta zozobra monetaria adoptan indefectiblemente el formato de cepos semánticos: "más allá del euro está el abismo", "el euro es irreversible", "sin el euro el sufrimiento sería insoportable", etc.? Respuestas que solo buscan dar miedo, evitando siquiera que aflore la duda sobre la veracidad de tan malos augurios.
Me reconforta pensar en los insufribles padecimientos que soportan británicos o suizos que torpemente renunciaron a subir a la tabla de salvación que es el euro. Ellos se lo están perdiendo, ¿no?
Tenemos los euros, pero en pago hemos perdido soberanía monetaria a favor del Banco Central Europeo (BCE), una institución que no es española, sino europea. Un instrumento capital en la gestión de la política monetaria de cualquier país que, dada su importancia, siempre estuvo en manos de los gobiernos nacionales hasta que éstos han cedido "este bastón de mando" al BCE.
Podemos imaginarnos en un barco al que le falta el timón ¿cómo lo hacemos para navegar eficientemente? Esta es la embarcación a bordo de la cual vamos a la deriva.
En fin, a mi juicio, el euro, a juzgar por sus resultados, es un proyecto fallido; un producto defectuoso que, si se tratara de un electrodoméstico, ropa, o un ordenador, nos negaríamos a seguir poseyendo una vez detectáramos su tara, y exigiríamos su devolución y cambio por otro nuevo y sin defecto.
¿Por qué no les exigimos a los fabricantes del euro su certificado de garantía?