El diario monárquico "ABC" tituló, con dolor, el 15 de abril en portada: "El año más amargo del Rey". El monarca se había roto la cadera en un accidente mientras cazaba elefantes en Botswana. La amargura más importante no procedía del dolor físico, sino del descrédito social al quitar el velo a su vida privada. Para la historia ha quedado la imagen del Rey de España con rostro compungido, pidiendo perdón y afirmando. "No volverá a suceder".
El Rey me ha sorprendido. Lejos de hundirse ha sido capaz de darle la vuelta a la historia y, lo que es más importante e incluso un testimonio para estos tiempos aciagos, ha superado la crisis. No la económica, que no padece, sino la institucional. Hoy, Juan Carlos I es más rey que hace siete meses. No se pierde una cumbre. Viaja cuando hace falta. Se inyecta morfina para aguantar el dolor y estar con los jefes de Estado de América central y del sur, en la cumbre reciente de Cádiz. Pone a Urdangarin en el sitio que él ha decidido. Y además se le ve tan comunicativo y campechano como en sus mejores tiempos. Lo que ha demostrado es una actitud excelente para superar un problema considerable.
Ahora se recupera de otra operación en la cadera y no hay "telediario" que no dedique una pieza a "qué tal ha pasado el día el monarca". Incluso la reina y toda la familia han desfilado, juntos y por separado, ante la habitación real del hospital.
El Rey camina con dificultad, pero tengo la impresión de que cada paso que ha dado desde ese fatídico mes de abril ha sido perfectamente calculado con el objetivo de recuperar su buena imagen pública. Quien ha diseñado ese cambio debería ser nombrado ministro de Economía.