No tengo una agenda telefónica ordenada. Lo reconozco, soy un desastre. Acumulo cuadernillos a los que añado hojas sueltas que contribuyen a incrementar el caos. Consecuencia: si alguien me pide un número no lo encuentro y si soy yo el que lo busco, desisto y solicito ayuda.
Hace unas semanas me impuse la obligación de poner orden y desplegué sobre la mesa todo el arsenal de mis contactos. Tenía un cuaderno nuevo y suficientemente grueso con los apartados que indican cada letra del alfabeto. Además, contaba con el ánimo de no demorar mucho más la salida del laberinto telefónico en el que me hallaba perdido .
Primera dificultad: clasificación por nombre, apellidos, cargo, empresa.... Me decanté por el apellido y nombre, pero la cosa se complicó. Acumulo información de hace décadas y lo que debía ser una tarea rutinaria -eso sí algo pesada- pronto se transformó en desazón. Muchas de las personas que aparecían en las libretas ya no están. Es entonces cuando empecé a valorar la importancia de los números. Tras aquel 97138... o el 636.... me contestaba una voz que se había cruzado en mi vida. Los dígitos no eran cifras frías, sino el canal que me transportaban a un ser querido o conocido.
Mientras escribía, me di cuenta de que estaba recomponiendo el puzzle de mi vida. Orhan Pamuk dice en uno de sus libros que la muerte de cada hombre empieza con la de su padre. La primera vez que leí esta frase me sumió en un sentimiento de tristeza... Pero es verdad que a medida que cumples años el paisaje humano que te ha ido acompañando va cambiando... desapareciendo...
Me paré en el apartado de la M. Rehacer la lista era como romper las fotos de un álbum. Entonces decidí que ningún número merecía ser borrado.