Me gusta sumergirme en agua caliente cuando acabo la jornada de trabajo. Ni velas, ni copa de vino, ni la bañera desbordando, solo un poco de agua a una temperatura agradable y espuma, el tiempo justo de desconexión antes de intentar conciliar el sueño. Creía que me merecía ese ratito de relax, y que apilar envases de todos los tamaños y colores, además de montañas de periódicos para el reciclaje por toda la casa, era suficiente para compensar mi despilfarro antiecológico. Pero las recientes reflexiones en el Fórum Europa del ministro de Medio Ambiente, Miguel Arias Cañete, recomendando la ducha fría han echado por tierra todos mis intentos de lavado de conciencia.
El ministro -que a mi juicio no tiene un aspecto de haber disfrutado de muchas sesiones tonificantes a base de chorros helados-, explicó que antes de malgastar agua esperando a que ésta se caliente, era mejor entrar directamente, sin preliminares; todo lo demás es desperdicio. También podríamos leer a la luz del quinqué o tirar de abanico en verano y de más mantas y menos calefacción en invierno, pero no creo que volver atrás sea la solución, por más que el ministro, que se confiesa un derrochador de agua reconvertido en ahorrador extremista, lo recomiende. Más bien -y quizás en eso el género femenino nos una-, apoyo a la comisaria danesa Connie Hedegaard, quien en el mismo foro aseguró que no renunciará a sus duchas calientes, porque ecológico no debe ser sinónimo de aburrido o de retroceso, sino de eficiente.