Catorce años y diez días. Es lo que ha tardado en materializarse el proyecto de conectar el puerto de Maó con la ciudad mediante un ascensor. Nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán, así que cuando esta columna vea la luz, deberíamos de ser capaces de subir y bajar esos dieciséis metros de altura que separan la ribera del paseo marítimo aparcando cómodamente el coche y sin salvar grandes distancias. Con tacón de aguja si la ocasión festiva lo requiere, con un cochecito de bebé o, aún más importante, con una silla de ruedas; la obra que ayer se inauguró no es banal, y menos cuando hablamos de una zona que concentra buena parte de la oferta turística y de ocio de este municipio, y que ahora será mucho más accesible.
Ese elevador debería ser la primera de una serie de conexiones mecánicas, como la anunciada en Rochina, y sin duda, el avance en estos proyectos permitiría desbloquear otras actuaciones que el Ayuntamiento ha visto hasta ahora frustradas, como la de peatonalizar en verano la rada.
No es momento de reproches, a nadie se le escapa que 14 años de burocracia son demasiados, que incluso el anuncio oficial de inauguración movía estos días atrás a la ironía; son tantas las veces que se publicó el final de esta obra que muchos soñábamos ya con apretar el botón de ese dichoso ascensor. Pero ahí están las hemerotecas para recordarnos que otros esperaron aún más, y muchos ni siquiera llegarán a verlo. Nada menos que en 1928 un jovencísimo Pedro Montañés Villalonga, años después fundador de El Caserío, presentó al Consistorio su proyecto de construir un mecanismo que conectara la plaza Miranda con el puerto. Hoy, 85 años después, podemos decir que esa idea avanzada en su tiempo, es ya una realidad.