Fue en el año 2000 cuando se requirieron mis servicios médicos en un caso, para mí, muy excepcional. De primer momento, cualquiera hubiese creído que en la petición de actuación forense a la que era llamado no había apenas detalles fuera de lo habitual en esa clase de prácticas facultativas: evaluar los restos mortales de una persona difunta, para luego evacuar el informe profesional correspondiente. Sin embargo, la singularidad del caso radicaba en el hecho de tener que actuar sobre un cadáver cuya defunción fue registrada en 1936, sesenta años después de la primera certificación de su muerte y el posterior sepelio de los restos mortales. Por cierto, la certificación médica de primera instancia había sido llevada a cabo con inmejorable pericia por un recordado colega de mi ciudad natal de Alaior, entonces destinado en Mercadal, el médico Jaime Borrás.
En aquel trágico año de 1936, como nadie ignora, España se había hundido en la devastación espantosa de una guerra civil, dirimida con crueldad y con un balance de víctimas que, todavía hoy, eriza la piel de quien piensa en ella. Desde el estallido del conflicto acaso más dramático de la historia del país, los ríos de sangre se vertieron de punta a punta de la geografía nacional. No es ya que cayeran heridos y muertos en los campos de batalla, es que la muerte se paseó dantesca por pueblos y ciudades de la retaguardia. Marcó de luto y odio campos y cunetas, en cualquier recodo de los caminos. Fue así como tanta sangre derramada por la ofuscación fratricida se hizo presente, también, en la isla de Menorca. Víctimas y verdugos, pues, acabaron desgarrando una página de dolor, con un saldo de muertos inocentes como quizá nunca antes se había conocido en la pacífica tierra menorquina.
Como ciudadano interesado en la historia insular, había leído diversos estudios que refieren una de esas muertes causadas por la locura general que se apoderó de los españoles en 1936. Me refiero al caso de la muerte del joven sacerdote de Alaior Joan Huguet Cardona, de solo 23 años de edad y con no más de treinta y tres días de ejercicio ministerial desde su aún reciente ordenación al presbiterato. Parece darse plena unanimidad de los historiadores que han investigado el caso de Joan Huguet, víctima de una muerte alevosa, a sangre fría, cometida fuera de todo orden jurídico y con evidente abuso de poder y fuerza: la que encarnaba el 23 de julio de 1936 un brigada de conducta entonces facinerosa que se había hecho, pistola en mano, con el control jerárquico del poder público en toda la Isla. Se apellidaba Marqués, manejaba armas de fuego, era conocida su adición alcohólica y se creyó poseído de potestad para ordenar al sacerdote, en su presencia, que escupiera sobre un Jesús crucificado: era el propio crucifijo de cuello que llevaba Huguet por dentro de la sotana. Los hechos tuvieron lugar en la casa consistorial de Ferreries; y como no hubiese acatamiento a la macabra orden, Joan Huguet, sin defensa alguna, al grito de Viva Cristo Rey, fue espantosamente tiroteado en el acto por el arma de fuego de Pedro Marqués. Se cuenta que Huguet, exánime fue trasladado a su domicilio familiar ya cadáver.
Hasta aquí, con mayor o menor precisión histórica, el resumen de unos hechos que figuran escritos en las páginas de Menorca. Desde que tengo uso de razón había tenido conocimiento de ellos. Pero he aquí que, inesperadamente, el azar me llamó a intervenir en estos mismos hechos, aunque sobre mi condición de médico y, claro está, muchos años después de ocurridos.
Con no poca sorpresa y mucho agradecimiento, un día de 2000 recibí una carta del obispo Mns. Murgui, entonces administrador apostólico de la diócesis de Menorca. En ella me nombraba facultativo forense para la misión de exhumar el cadáver del sacerdote inmolado en la Guerra Civil. Acepté con firmeza y gratitud, sin que me faltase el sentimiento personal de tratarse de alguien nacido, como yo mismo, en Alaior. Por determinación de la Curia Vaticana, se me pedía proceder a la exhumación y evaluación forense de los restos mortales de Joan Huguet, antes de su traslado funerario a la parroquial de San Bartolomé, su lugar de reposo definitivo. El proceso consistió en la apertura del féretro, que se encontraba en el cementerio municipal de Ferreries, el estudio, tratamiento y descripción anatómica y forense de los restos mortales que iba a descubrir, con una emisión del correspondiente informe técnico. Así lo hice, asistido por dos enfermeras, Pilar Marques y Margarita Mesquida, auxiliado por el entonces rector de San Bartolomé, Bosco Faner, y el vicario general Sebastià Taltavull y Juana Quintana. Ése fue el encargo excepcional que yo, como médico y creyente, recibí de la Iglesia de Menorca. Se me encargaba el análisis forense de un difunto sobre el cual se estaba concluyendo en aquel año el expediente de martirio y santidad.
Con una precisión y un rigor extremos, Roma me hizo llegar un documento con el protocolo exacto que debía ser observado durante la exhumación y extracción de los restos. Entre otras prescripciones, se fijaba el acopio de productos como nitrocelulosa transparente, alcohol desnaturalizado, ácido oxálico, cloruro mercúrico o alcohol alcanforado. En tres sesiones de tres días, el equipo que dirigí procedió a la recuperación del cadáver. Tuvimos que separar los materiales textiles (la sotana y los calcetines, que salieron intactos) de las materias orgánicas (huesos y otros elementos del cuerpo del difunto). Uno a uno, reconstruimos los huesos hasta reconstruir el esqueleto completo, y pudimos observar la perforación de bala que presentaba el craneo, con entrada y salida, mortal de necesidad. También recogimos el proyectil de una segunda bala confundida entre los restos: sin duda se trataba del tiro de gracia que Marqués infligió al cuerpo, ya abatido en el suelo, del sacerdote. Finalmente, las partes óseas fueron lavadas y tratadas con la nitrocelulosa y demás productos químicos. Entretanto, la sotana, íntegra toda ella, estuvo colgada de una percha en el lugar de trabajo sin que se desgarrara o evidenciaran deterioros a pesar de haber estado tantos años en contacto con un cuerpo inerte en descomposición. También recuperamos sin apenas alteraciones el crucifijo metálico de Huguet, aquel sobre el cual no quiso escupir.
De todo ello, redacté el correspondiente informe, al detalle y con la precisión forense que exigía el protocolo de Roma. Después de cumplido el encargo, lo entregué a las autoridades eclesiásticas. Luego, ofrecí mi público juramento profesional ante el obispo y los fieles que estuvieron presentes en la misa de traslado de los restos hasta la capilla definitiva de su descanso eterno, en la parroquial de Ferreries.
Puesto que el episodio en el que tuve participación no ha dejado de invitarme a la meditación, acabaré con un pensamiento personal. Más allá de las conclusiones estrictamente médicas y forenses que quedan reflejadas en mi informe, la muerte de ese joven menorquín y sacerdote debe ser vista como prueba real y moral de la peor de las enfermedades humanas: el odio y la venganza ciega. Hoy, el Padre Huguet está llamado a la beatificación. Espero que su ejemplo, al fin, nos vacune para siempre contra aquellas dos supuraciones espantosas. Demasiado dolor han dejado ambos venenos en la historia de España como para no desear la inmunidad para siempre.