Llevo tiempo preguntándome (imagino que no seré, ni mucho menos, el único en hacerlo) por qué los partidos políticos tienen tan consolidado el desagradable hábito de tratar a los ciudadanos como si fuéramos, intelectualmente hablando, disminuidos. En sus intervenciones (y en sus silencios) en las cortes, ante las cámaras de televisión, frente a los micrófonos de radio o en ruedas de prensa, en mítines y celebraciones, en toda ocasión al fin, se deja traslucir el axioma de base que late tras sus intervenciones: estos pavos, a quienes me dirijo, son perfectamente idiotas.
Esa seguridad, esa ausencia total de pudor a la hora de contar mentiras, de disfrazar realidades, de prometer imaginarias recompensas siempre aplazadas, de inventar un pasado a la carta, de tergiversar datos estadísticos, de echar la culpa al empedrado, de negar lo innegable, adquiere en nuestros más significados parásitos un tal grado de descaro que hipnotiza de manera fulminante a un gran número de individuos que quizás anden necesitados de depositar su fe y su esperanza (de caridad ni hablamos) en líderes carentes de peso intelectual, escrúpulos o buena fe, pero dotados en cambio del poder de convicción propio del embaucador, del vendedor ambulante de remedios o del prosélito uncido de caspa y aupado al papel de portavoz (a sueldo) del gato por liebre.
Tras un largo periodo de desconcierto, de incapacidad para hallar una explicación plausible a tal despliegue de descaro del emisor y tanta candidez del receptor, a dar con el por qué en definitiva se nos trata con tanta soltura como si idiotas fuéramos, mis reflexiones me han conducido a una respuesta tan sencilla como estremecedora: Nos tratan como a tontos porque, en efecto, lo somos.
Solo asumiendo esta terrible hipótesis se puede explicar que a pesar de lo evidente de sus enredos, gracias a nuestros votos, acumulemos consecutivamente tres presidentes del gobierno manifiestamente incapaces de desarrollar la función que estaban llamados a desempeñar: Hemos aupado a la jefatura del gobierno a un tipo que era capaz de usar un patético acento tejano, fascinado con su propia imagen de visitante de rancho de presidente norteamericano, como sólo un cantamañas podría hacer sin sentir vergüenza ; hemos gozado de las prestaciones de un tontorrón rodeado de aduladores incompetentes que no se enteraron de la misa la media; hemos sufrido las incontables trolas de una especie de pánfilo confuso y reservón que dormita en la confianza de que el tiempo y la suerte arreglen lo que jamás se planteó arreglar él con su propia energía. Este es nuestro histórico trío de ases.
Solo asumiendo cierta estulticia social podremos entender que un portavoz del partido en el poder nos explique sin mostrar la más mínima turbación o temor a que la justicia lo detenga, que ha destruido el disco duro del ordenador donde (si hubiéramos de creer sus tesis) se podría demostrar la inocencia-que él mismo proclama- de (entre otros), el Presidente del Gobierno y la Secretaria General del partido que lo sustenta, o se podría documentar (si hemos de dudar de sus afirmaciones) su culpabilidad.
Solo así podremos explicar que un sospechoso de estar al tanto del asunto de los ERES andaluces sea remolcado (sin sufrir rubor alguno ni él ni su séquito) al Senado (lugar de más engorroso acceso para la justicia, además de albergue de una innecesaria y onerosa institución) mientras abdica de su puesto en el gobierno de la Comunidad y lo deposita en manos de quien se proclama emocionada como vocacional luchadora contra la corrupción.
Solo dando por buena la hipótesis de nuestra estupidez como sociedad podemos explicar que todas estas cosas (y tantas otras cuya enumeración me haría exceder el espacio asignado) ocurran en perfecta impunidad, a cara descubierta y sin ningún sonrojo por parte de quienes tienen a bien burlarse así de nosotros.