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¿Tiene caldereta sin langosta?

El precio de nuestra salud

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El protagonista de nuestra historia es un joven que reside en una pequeña localidad del interior de Galicia. Trabaja de camionero. Un día sufre un pequeño mareo y decide ir al Hospital. Cree que tiene un resfriado. Se siente cansado. Los médicos no son capaces de hacer un diagnóstico definitivo. Le dicen que no haga deporte y deje aparcada su afición por las motocicletas. A pesar de la preocupación, vuelve a su trabajo. Cada día siente más fatiga. En ocasiones, se levanta de la cama con los ojos amarillentos. Decide volver al Hospital. Le prescriben varios análisis. Le examinan cuatro hematólogos en Galicia. Otro en Madrid. Otro en Estados Unidos. Por fin, los doctores le ponen nombre a su malestar: Hemoglobinuria Paroxística Nocturna (HPN). Una enfermedad rara -de esas que afectan a menos del 0,05 % de la población- que provoca la destrucción de glóbulos rojos. Empieza a sentir mucho miedo. Los médicos le recetan ácido fólico, hierro, corticoides y un protector gástrico. Nuestro joven sabe que ese tratamiento no reducirá el riesgo de una trombosis fatal. A pesar de la incertidumbre, decide volver al trabajo. Sin embargo, sigue sintiendo sudores, mareo, dolor de espalda, dificultad para respirar. Tiene miedo a hacer viajes largos con el camión. Podría sufrir un colapso al volante. Finalmente, se rinde y solicita la baja. Al poco tiempo, recibe una llamada de su Hospital comunicándole que ha llegado a España un nuevo fármaco que mitiga los síntomas de su enfermedad. El nombre de su salvación se llama Soliris 300 mg. Su médico solicita la expedición de dicho fármaco. La Comisión de Farmacia del centro hospitalario informa desfavorablemente. Más tarde, la Comisión Autonómica Central de Farmacia y Terapéutica dice que el paciente no cumple los requisitos establecidos para acceder a dicha medicación. Nuestro joven se siente desesperado. ¿Por qué no le conceden el medicamento que puede ayudarle a llevar una vida normal? Decide contratar a un abogado. Interpone una demanda contra el servicio público de salud. Pierde en primera instancia. Recurre. Pasan varios meses. Nuestro protagonista comienza a perder la esperanza. Un día de abril recibe una llamada. Es su abogado. Una sonrisa se esboza en su rostro. Ha ganado.

«La justicia no existe -decía el filósofo francés Alain-; la justicia pertenece al orden de las cosas que precisamente hay que hacer porque no existen». Y eso es precisamente lo que ha hecho el Tribunal Superior de Justicia de Galicia cuando recientemente ha dado la razón a nuestro joven gallego. ¿Acaso pensaban que se trataba de una historia ficticia? El caso planteaba un complejo dilema. Por un lado, se encontraba el derecho a la vida, a la integridad física y a la salud de nuestro joven. Y, en el otro, la gestión de los limitados recursos económicos de la Administración sanitaria. La sentencia concluye que se ha producido una vulneración de los derechos del paciente. No se puede denegar a un paciente el único medicamento existente en el mercado que le permite no sólo reducir considerablemente el riesgo de una trombosis fatal, sino ayudarle a llevar una vida prácticamente normal. El argumento de la austeridad -el medicamento costaba casi 380.000 euros al año- no puede sustituir, en ningún caso, el criterio científico del médico que prescribe un medicamento cuando es necesario para restablecer la salud del paciente. Gracias a esta sentencia, nuestro joven ya sabe lo que es «encontrarse bien». Y es que -como decía el poeta libanés Kahlil Gibran- «los dones que provienen de la Justicia son superiores a los que se originan en la caridad».

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