Cada vez que se anuncia una inversión millonaria en la Isla se generan tres sensaciones en la puntillosa sociedad menorquina. La primera, ilusión por las posibilidades de crecimiento económico. La segunda, escepticismo en cuanto que muchas han sido las reproducciones virtuales de atractivas instalaciones que se han quedado en nada más que eso Y la tercera, alerta por el componente de afectación medioambiental que toda gran intervención puede llegar a tener en esta afortunadamente ultrasensible Reserva de la Biosfera. La alerta, a su vez, llega por dos motivos, unos porque se preocupan por la cantidad de verde que sucumbirá, otros porque se ven encima las protestas y las trabas de los primeros, y ven en ello una posible causa de frustración de la cosa.
En el caso de los magnos proyectos turísticos de la fundación de Cas Compte parece que tanto los inversores como los políticos que les han abierto las puertas están dispuestos a que la tercera sensación quede anulada antes de que el proyecto se ponga en marcha. Es decir, pretenden que cualquier duda sobre la viabilidad legal de los hoteles y sus actividades anexas quede disipada desde un inicio, que se inyecte ya una vacuna a base de consenso que evite el inicio de un nuevo culebrón urbanístico de pancartas, mociones, manifestaciones y sentencias millonarias.
Vistos los precedentes, es normal que los que ponen la pasta pidan garantías de ausencia de trabas sobrevenidas, que se quieran evitar el titular en prensa de que les falta tal o cual papelillo. Aquí el político debe tener cintura y sin caer en el provincianismo de la disputa por Eurovegas, intentar que lo que se vaya a hacer sea digerible por toda la sociedad insular y respetuoso al cien por cien con una ley que adolece gravemente de falta de claridad. De otro modo, no estaríamos hablando de esto.