El aparato yacía silencioso, enterrado en una montaña de papel, desde hacía un buen rato. Ningún zumbido o el tono familiar de entrada de un mensaje. ¿Acaso todo el mundo se ha puesto de acuerdo para olvidarse de mi existencia una tarde de sábado?
Decido tomar la iniciativa y teclear un «hola, ¿cómo va?» a uno de mis contactos y el mensaje, horror, se queda ahí, suspendido en el tiempo y en el espacio virtual. Al cabo de un rato de espera, los peores presagios se han confirmado: ha caído WhatsApp.
En seguida lo anuncian las principales cabeceras informativas en sus ediciones digitales, y los usuarios de la aplicación vuelcan en las redes sociales su enfado y frustración por ese fallo. Se ha desatado la locura colectiva, han comenzado, para millones de personas, cuatro largas horas de oscuridad comunicativa a la que ya no están acostumbrados. Necesitamos estar en constante conexión, aunque solo sea para enviar una foto del menú del restaurante, un emoticón o la última broma que se ha extendido por la red. Los mensajes de texto parecen algo prehistórico, la comunicación verbal exige más esfuerzo que un simple qué tal en el cyberespacio.
Las cuatro horas sin WhatsApp -justo tres días después de que lo comprara Facebook-, pusieron de manifiesto el grado de adicción global que se padece a las nuevas tecnologías. Su rival Telegram también se vio colapsado debido a que llegó a registrar cien usuarios por segundo durante el incidente técnico.
No sé en qué momento pasamos de la resistencia a la rendición total ante el móvil y su constante evolución. Una de las películas de la temporada de premios en Hollywood, «Her», muestra el amor de un hombre por un sistema operativo. A ver quién se atreve ahora a decir de este agua no beberé.