Como la protagonista del precioso «Romance sonámbulo» de Federico García Lorca, todos en mi casa estamos cerca de tener «verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata». Seguramente os preguntaréis por qué. Pues porque, desde que nos apuntamos a un grupo de consumo de productos ecológicos, no sólo tomamos mucha más fruta y verdura que antes, sino que éstas son rigurosamente de temporada, de la Isla y de excelente calidad. Aunque su modesto aspecto no pueda competir con el brillo cerúleo de las naranjas que venden en los supermercados, su sabor y la convicción de estar haciendo lo correcto nos compensan con creces.
Más que las flores, que me producen alergia, me gusta la fruta. Algunas me suscitan una alegría absurda, como los nísperos. Es ver un níspero y ponerme eufórica, pues siento que con él se acerca el verano y las tan añoradas vacaciones, que siempre han sido para mí un tiempo de goce y plenitud, de viajar y de recibir amigos, de atardeceres tan anaranjados como el propio fruto. Y entonces recuerdo también un poema de Rafael Alberti que a mí me entusiasma, pero que los críticos no suelen citar en sus tratados pues, por alguna razón que desconozco, la literatura alegre no goza de buena prensa. Dicho poema se llama «Jardín de amores», pertenece a «Marinero en tierra» y dice así: «Vengo de los comedores/ que dan al jardín de Amores.// ¡Oh reina de los ciruelos,/ bengala de los manteles,/ dormida entre los anhelos/ de las aves moscateles!// ¡Princesa de los perales,/ infanta de los fruteros,/ dama en los juegos florales/ de los melocotoneros!// ¿A quién nombraré duquesa/ de la naranja caída?/ ¿Quién querrá ser la marquesa/ de la mora mal herida?// Vengo de los comedores/ que dan al Jardín de Amores». ¿No es una maravilla?
Varias décadas después, Gloria Fuertes –treintañeros, ¿os acordáis de su voz ronca y su expresión de duende malvado? Al igual que Alberti, quizá no fuera la mejor embajadora de su propia obra- publicó un poemilla para niños llamado «La manzana reineta» que se le parece bastante: "Era una manzana reineta./ Era la reina de las manzanas/ de la huerta…».
Como comentaba no hace mucho con mis alumnos de Literatura Universal, a los que tanto echaré de menos cuando se acabe el curso que los alberga, apenas existe literatura de la felicidad y, sin embargo, abunda la que describe todo tipo y grado de tristeza. De hecho, basta echar un vistazo al temario de su asignatura para comprobarlo: «Hamlet», que ya no es precisamente alegre, aunque contenga destellos de una ironía sangrante, va seguido de «Las flores del mal y Frankenstein»… Pero es al llegar a las dos últimas obras del temario cuando nos hundimos definitivamente en el abismo de la pena negra, ya que son el «Réquiem» de Anna Akhmátova y «La metamorfosis», de Kafka.
Curiosamente, la literatura vitalista y despreocupada anticipa los grandes desastres de la Historia. ¿Quién iba a pensar que los felices años veinte desembocarían en nuestra sangrienta Guerra Civil y la carnicería generalizada de la Segunda Guerra Mundial? Durante esta década publicaron gran parte de su obra el fascinante Ramón Gómez de la Serna («El que bebe en taza, hay un momento en que sufre eclipse de taza»), Enrique Jardiel Poncela («Eloísa está debajo de un almendro»), Miguel Mihura («Tres sombreros de copa») o Pedro Muñoz Seca, autor de la descacharrante «La venganza de don Mendo», que tuvo la humorada de dirigir las siguientes palabras al tribunal de milicianos enfervorecidos que lo juzgaba por monárquico: «Podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis quitarme el reloj de mi muñeca y las llaves que llevo en el bolsillo, podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho empeño que pongáis: el miedo que tengo». Muñoz Seca fue fusilado a finales de noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama y, según se cuenta, antes de morir espetó «Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades» a los integrantes del pelotón encargado de ejecutarle, cosa que finalmente hicieron con lágrimas en los ojos y entre peticiones de perdón.
«El corazón tiene razones que la razón no entiende». ¿Cómo he empezado hablando de verduras y termino haciéndolo de fusilamientos? Quizá me lo haya inspirado el fantasma del pobre Miguel Hernández, que relacionaba ambos conceptos en su sobrecogedora «Elegía a Ramón Sijé»: «Yo quiero ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano».
Dicho esto, me voy a hervir unas alcachofas para la cena.