Cuando acontece la llamada Semana Santa, me sobreviene una cierta simpatía, adobada de tierna compasión, por su protagonista, Jesús de Nazaret. Para un agnóstico (la palabra ateo me parece demasiado rotunda al mismo tiempo que muy desolada) la figura histórica de Jesús no ofrece dudas, pero ni siquiera me las convoca el pretender que sea hijo de Dios... Jesús, como reconocen expresamente los mahometanos (y dado su cerril dogmatismo, es sorprendente) fue un profeta, una especie muy concurrida entre los judíos, que es el pueblo más metafísico de toda la humanidad , y que, por cierto, también practica su propia e irracional sharia . El hombre para el sábado y no al revés…
Jesús, que probablemente calzaba «abarques» avant la lettre, era un hombre de familia campesina, dotado de una profunda dimensión espiritual, un hombre bueno y un hombre misericordioso, un profeta inteligente y muy sutil, versado en las Escrituras, y que rechazaba la pompa y sus obras ,tanto las de los fariseos como de los zelotes. Lo imagino recostado en una esquina de alguna calle de Sevilla, perplejo y dolido ante el frenesí exhibicionista con que son ostentadas las imágenes de su pasión y muerte, algunas al borde lo grotesco, y las folclóricas, tan kitsch ellas, representaciones de su malaventurada madre. ¿Significante sin significado?