Las sociedades que han criado el miedo inducido han protagonizado algunos de los capítulos más negros de la historia. El temor que incuba la crisis alimenta los radicalismos. Y hoy se preconiza el miedo a los radicales, a los que se encierran en bancos para evitar un desahucio, a los que reclaman la independencia, a los indignados electos, a quienes se atreven a juntar las palabras diálogo y ETA. Por eso es tan fácil elevar la anécdota a la categoría. La información objetiva sobre algún descerebrado con algún símbolo independentista apaleando a un agente de policía se generaliza, de forma más o menos sibilina, para criminalizar el nacionalismo.
La libertad es un producto adulterado. Nos lo han vendido con tantas prestaciones que al ponerlo en práctica descubres los defectos. Por ejemplo. a mi me da más miedo un sistema que permite comprar una vivienda con una hipoteca y que al pinchar la burbuja, después de diez años de firmar con el banco, debas más dinero del valor del piso, que un grupo encerrado en un banco protestando contra un desahucio. Me da más miedo uno que insulte a los etarras y alimente el odio contra los asesinos, que quien intente pactar con los abertzales para resolver un conflicto. Me da más miedo oír a coro la descalificación de los catalanes que un referéndum.
Los radicales minoritarios son necesarios para espantar las moscas de la democracia. Sin embargo los radicales mayoritarios me dan mucho miedo. Y veo crecer el radicalismo entre demasiados partidos políticos de cuño diverso, colectivos y ciudadanos. Incluso quienes sustentan el sistema lo están socavando con sus actitudes sectarias. El mal de los radicalismos no está en las ideas que los inspiran sino en la sordera de quienes permanentemente otean la llegada del enemigo.