Dar clase es divertido. No siempre ni a cualquiera, pero sí muy a menudo, al menos para mí. Uno de los aspectos que más me divierten es que, aunque impartas el mismo temario y con materiales parecidos a dos grupos de nivel académico similar, los alumnos no suelen reaccionar de la misma manera. En otras palabras, ¡nunca sabes por dónde te van a salir! Casi siempre te sorprenden, convirtiendo la enseñanza en una actividad que, aunque a priori pueda parecer algo monótona, para mí y para muchos otros resulta apasionante.
Los signos de puntuación es uno de los temas más repetitivos y menos innovadores del temario de mi asignatura y, al mismo tiempo, uno de los que suscitan más dudas, observaciones delirantes y controversias estériles. Recuerdo con ternura, por ejemplo, a cierto aspirante a guardia civil que, mientras yo hacía malabares con un doble rango de comillas sobre el texto de un dictado en la pizarra, me apostrofó: «¡Qué guay, profe, así has tuneao to' el párrafo!».
Los españoles sentimos un tal desprecio por la gramática en general y la ortografía en particular que parece que no conozcamos otro signo de puntación que la coma, salpimentada al buen tuntún o como si tan solo sirviera para marcar pausas fónicas -con las que, por cierto, no tiene por qué coincidir- y no enumeraciones, incisos, alteraciones del orden lógico, vocativos, la elisión de un verbo, ciertas expresiones... De hecho, incluso las redacciones de mis mejores alumnos suelen pecar de monótonas desde ese punto de vista. Nadie da muestras de conocer ni de querer utilizar los dos puntos, el punto y coma, las comillas, las cursivas o los paréntesis. Y de nada sirve habitualmente que les diga que así aburren hasta a las ovejas: necesitan que lea sus redacciones en voz alta sin añadir ninguna curva de entonación que no esté escrita para advertir lo sosas que resultan sin la puntuación adecuada.
Otra cuestión espinosa es la conveniencia de limitar el número de puntos suspensivos a los tres canónicos. Especialmente las chicas jóvenes adoran las líneas de puntos suspensivos, sobre todo si están trazadas -¡ay!- con bolígrafo lila o verde esmeralda. Así como tampoco ven la necesidad de introducir las preguntas y exclamaciones con el signo inicial correspondiente. «Como en inglés no se ponen…», se atreve a aducir siempre algún energúmeno que de inglés sabe casi tanto como de chino mandarín. Y entonces me toca explicar que en inglés, señores míos, se escribe de forma mucho más sintética y compartimentada que en castellano o catalán. Dicho de otra manera, las oraciones subordinadas son la base de nuestro discurso, no del de los anglófonos, aunque esporádicamente sean capaces de grandes derroches de oratoria como el antológico principio de «Lolita» o el de la dickensiana «Historia de dos ciudades»: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo».
Pero nada mejor que la conocida anécdota sobre las comas que se le atribuye a Carlos V para ilustrar la importancia de los signos de puntuación. Aquí la tenemos en palabras de José Antonio Millán, autor del delicioso librillo «Perdón, imposible»: «Estando el rey en el teatro, le recordaron que tenía que decidir si indultaba o no a un condenado a muerte. Decisión que había dejado para más adelante en su última audiencia para meditarlo mejor y que corría prisa, pues la ejecución estaba prevista para la mañana siguiente. Como respuesta, escribió en un billete 'Perdón imposible ejecutar al reo'. El secretario que llevaba el papel se dio cuenta de que la vida del prisionero estaba en sus manos y dependía de dónde se añadiese la coma que evidentemente faltaba. Si se decía 'Perdón imposible, ejecutar al reo', el condenado era hombre muerto, pero si se escribía «'Perdón, imposible ejecutar al reo', se salvaba».
¿Y qué creéis que hizo el secretario de Carlos V? Pues poner la coma en el lugar debido en lugar de manchar su pluma con sangre ajena. ¡Olé por él!