Aquí en España, cualquiera entiende y es una autoridad en fútbol. Fuimos campeones del mundo, no por casualidad. Le ponemos pasión, le dedicamos tiempo, pagamos por verlo o practicarlo. Su valoración social está por las nubes, seguida a corta distancia por la televisión y, a años luz, por la ciencia y los idiomas. Para ser sinceros, en el fútbol se resume todo. Hasta el punto de que algunos interpretan la situación política como si fuese un partido Madrid-Barça. Prefieres que pierda el otro, a que gane tu propio equipo. Hay máxima rivalidad.
El culpable de todo suele ser el árbitro, que cual miembro del Tribunal Constitucional, tiene que interpretar las normas. Insultarlo tiene gracia, lo hace todo el mundo y, ya se sabe que un penalti siempre es una injusticia... si es en nuestra área. En política, los partidos juegan partidos, donde unos van de titulares y los otros rascarán banquillo. Lo peor es ir de figura y chupar balón para lucimiento propio. Si el entrenador no lidera al equipo, va cada uno por su lado y acaba en derrota. Muchos quieren marcar en fuera de juego, pero es ilegal. O todos respetamos las normas o termina en batalla campal. El fútbol es una forma de felicidad cuando se juega con deportividad y elegancia. Podemos propone en su programa electoral exigir el título de educación secundaria a todos los futbolistas de Primera y Segunda división. Y como asignatura nueva: Historia del deporte. ¿Podrán?