Valentín había cometido un pecado mortal. El confesor le dijo que iría al infierno si no hacía una dura penitencia. Le costó dormirse, abrumado por las palabras del confesor. Tuvo una pesadilla, bajó a la calle, sonámbulo, y se dirigió al colegio. La puerta estaba cerrada, pero le abrió la cocinera, que era una mujer alta y un poco corcovada, con la mandíbula prominente y el pelo blanco. Le abrió la puerta de la despensa -marrón, con una diana de agujeritos en la parte superior- y Valentín se deslizó escaleras abajo. Estaba completamente a oscuras. Bajó durante mucho rato, hasta que los pies descalzos pisaron una superficie lisa. Avanzó por un pasadizo angosto hasta llegar a la puerta de la mazmorra, que le abrió el guarda de los pantalones negros. Se sentó en el banco de piedra, que estaba helado, y esperó.
- La puerta estará siempre abierta -dijo el guarda-, eres libre de marcharte, tan libre como fuiste de pecar.
Al amanecer entró un poco de luz. El recinto era tan pequeño que podía tocar todas las paredes sin desplazarse. Solo podía estar sentado, o tendido a medias. El techo, en cambio, debía de ser muy alto, pues el orificio iluminado parecía tan lejano como una estrella. Aquella lucecita le decía si era de día o de noche, si hacía sol o si llovía, pues entonces goteaba ruidosamente. Hacía mucho frío. Cuando perdió la cuenta de los días y las noches llegó a creer que el temblor que experimentaba continuamente era algo natural en el ser humano. Tampoco sabía cuánto le había durado el pijama, que se comió a pequeñas raciones. Bebía el agua que quedaba encharcada en el suelo cuando llovía. Había adelgazado muchísimo, y parecía que también había encogido, porque ahora podía tumbarse de cuerpo entero sobre el banco.
Una vez, no supo cuándo, vino una compañera. Llegaron a quererse muchísimo. Habrían podido matar al guarda de los pantalones negros y habrían tenido comida para mucho tiempo, pero en lugar de eso decidieron devorarse mutuamente y no hacer daño a nadie. Valentín le daba gustoso las partes del cuerpo que a ella más le apetecían, porque la quería, porque cuando la palpaba su piel era fina y sus cabellos largos y abundantes. El cuerpo de Valentín fue disminuyendo más rápidamente que el de su mujer, y pronto no quedaba de él más que un hueco enorme, y vivió poco más. Agotado y mutilado, murió una noche mientras dormía. Su mujer no se comió lo que quedaba. Prefirió morir poco a poco, sucumbir con el dulce recuerdo de Valentín.