La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico sitúa a España a la cabeza de la Unión Europea en esperanza de vida al nacer. La media está en 82,5 años. Una buena cobertura sanitaria pública, pese a la crisis, está detrás de ese dato positivo, y ello aunque se mantengan hábitos pocos saludables como el tabaquismo, aparezcan nuevos problemas como el incremento de la tasa de obesidad infantil o surjan amenazas en forma de nuevos virus. En su conjunto nuestra sociedad está -estamos todos-, acostumbrada a que se alarguen los años de vida y a que ésta sea de la máxima calidad posible. Prácticamente tenemos una píldora para cada uno de nuestros dolores, del cuerpo o del alma, y el shock llega cuando, en toda su humilde humanidad, un médico confiesa que no tiene el remedio; o cuando, como se manifestó en el reciente encuentro de enfermedades raras, los afectados comienzan el drama del peregrinaje en busca de un diagnóstico acertado que no llega. En ocasiones la ciencia no tiene respuestas o no las ha encontrado todavía y llega un momento en el que hay que enfrentarse al final de la aventura.
Y no se puede fingir que uno no tenga miedo ante la muerte, como recientemente ha escrito en su carta de despedida el neurólogo inglés Oliver Sacks, quien también dice «he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta». El Parlament balear debate hoy la toma en consideración de una iniciativa bajo mi punto de vista importante, que puede que quede eclipsada por la corrupción o la economía. Es la proposición de ley de derechos y garantías de la persona en el proceso de morir, que es implícito a la vida. El PSOE presentó esta propuesta y la ha logrado consensuar.
No se trata de un suicidio asistido ni de eutanasia, sino de evitar el ensañamiento terapéutico, dar cuidados paliativos y no prolongar el padecimiento innecesario; de abandonar este mundo con dignidad, con respeto a los valores y creencias de cada uno.