El oficio de alcalde no es nada fácil. Si un joven, como los hay, piensa dedicarse a la política, una carrera interesante, vale más que aspire a ser diputado regional. Además de soportar poca presión, de diluir su responsabilidad en el conjunto, cuando acaba la legislatura recibe un «finiquito» de 10.251 euros, como sucede ahora. Vaya chollo.
Mientras que un alcalde tiene autoridad pero la puede ejercer poco, siempre en el ojo del huracán, y con el riesgo de terminar ante un fiscal si se atreve a desviarse lo más mínimo de lo que dictan los técnicos.
Los informes de la Sindicatura de Cuentas, que suelen remitirse a dos o tres años atrás, detectan numerosas incidencias en la gestión de los ayuntamientos, de casi todos. No se trata de causas penales, sino de errores en la tramitación o la carencia de documentos. Pero a menudo se convierten en una herramienta de confrontación política.
También lo es el recurso de acudir a la Fiscalía. Solo el anuncio ya hace presuponer una cierta dosis de culpabilidad.
Cada vez más el margen para la actividad política se estrecha. Perdida la confianza con quienes gestionan la cosa pública, se imponen, como unas tenazas, las normas de control y la amenaza de la denuncia.
Hemos entrado en una espiral de la que va a ser muy difícil salir, que hace que la digna actividad política sea poco apetecible para personas capacitadas para ejercerla. Por eso en los partidos mayoritarios la militancia es mínima y la preparación, escasa. Y por eso los partidos tradicionales alimentan a las opciones antisistema.
Más importante que poner un abogado para denunciar al contrario, convendría cultivar otro estilo, el de la colaboración entre los gestores públicos para atender a los ciudadanos. Lo contrario es cimentar el sectarismo.