Me molesta que la corrupción no tenga efectos electorales, que a los votantes no les importe la ética, que disculpen a los corruptos y que sigan votando a los políticos que les han dado cobijo. Rasgarse las vestiduras no tiene un efecto reparador. Descubrir a un corrupto poderoso es un buen síntoma para la democracia, pero cuando las manchas son tantas la ropa ya no puede lavarse ni en casa ni fuera y hay que comprar un vestido nuevo.
José Ramón Bauzá hizo una apuesta valiente cuando en 2011 se impuso a las reticencias en su partido para excluir de las listas electorales a todos los imputados. Sin embargo, ante la epidemia de la corrupción, el gesto nunca debe ser para la historia, sino que hay que exigir la ética en todos los procesos, cada día.
Los partidos que ya no juegan solos prefieren siempre cargar las culpas en el contrario y considerar que las manchas propias son excepciones que hay que radicar, repudiando a los amigos si hace falta y algunos seguro que deseando no encontrarse un día en el mismo brete. Ya suenan algunas disculpas. Insuficientes. Nadie desembarca de forma voluntaria. Ni en los ERE de la Andalucía de Chaves y Griñán, ni en la financiación del partido de Rajoy.
La corrupción es contra los ciudadanos, incluso los dormidos, pero perjudica especialmente a los políticos honestos, a los que cobran un sueldo digno, a veces demasiado bajo, por muchas horas de trabajo y que no aspiran a ganar tanto dinero como los millonarios con los que a veces tratan. La autoridad nunca debería medirse por la cartera.
Lo que no comprendo de los honestos es que no se cabreen, que no sean promotores de una revolución interna que cambie las dinámicas de los grandes partidos, cada día más pequeños. No es bueno seguir al líder por agradecimiento. Sino ser capaces de liderar un cambio, por responsabilidad.