Miro muy poco la televisión entre otras cosas por miedo a que se me pegue algo. Ponerme a hablar de la cantidad de basura que se emite por minuto da para llenar más que una columna. De un tiempo a esta parte le he cogido manía y prefiero sintonizar algunas series o películas en las que, como mínimo, no acabo amargado pensando que la humanidad galopa frenéticamente hacia la extinción por culpa de algunos hombres, algunas mujeres y algún viceversa.
Como te decía, zapeando sin ton ni son cacé una noticia sobre los aviones del futuro en algún informativo, donde el locutor se vanagloriaba de las muchísimas novedades que se prevén con vistas a los aeroplanos del 2020. Despegues en vertical, cabinas íntegramente acristaladas para que el pasajero disfrutara de las vistas y no se perdiera ni un detalle y, entre otros, asientos inteligentes con tapicería ergonómica, cables interiores capaces de detectar si tienes frío o calor y solventarlo casi al instante. Entonces me di cuenta de que había cometido un error.
Como sabrá alguno de los que frecuentan este coto privado de ideas, al arriba firmante se le encoge el alma y se le agarrota el corazón cada vez que tiene que tomar un vuelo. Afortunadamente la química se ha encargado de relativizar el mal trago con unas pequeñas amigas que te anestesian la ruta y lo que es la vida en general. O lo que es lo mismo, una pastillita y ya luego me da igual si volamos a Palma, Barcelona, París o Bangkok. True story.
Desde mi infinita ignorancia y sin la intención de parecer cretino, me gustaría preguntarle a los señores ingenieros por qué no tienen a bien preocuparse más por los pasajeros del 2015 y luego, de los del 2020 ya se encargarán sus correspondientes compis del futuro. Llámame carca, si quieres, amigo lector, pero por mí los aviones pueden seguir despegando a la vieja usanza mientras me garanticen que llegamos al destino.
Que alguien me garantice que el 2020 podré tomar un avión como el que explicaban en las noticias me viene a decir que además del canguelo por volar, tendré que aguantar la impresión de ascender súbitamente, tener asientos con vistas en 3D en caso de hostión y tener que estar preocupado de que en caso de que me vengan los sudores fríos –que me vienen- no provoquen un cortocircuito con el sillón inteligente. En fin, que galopamos hacia la extinción. Y viceversa.
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