Nada menos que me acuerdo ahora de «La tabernera del puerto», la zarzuela de Pablo Solozábal, y de lo que dice Abel cuando Leandro acude con Marola a buscar un fardo de cocaína: «En la taberna del puerto, desde que no hay tabernera, las horas huelen a ausencia, los hombres, si los hubiera, maldecirían la noche de un sábado de galerna en que un marinero borracho se llevó a la tabernera». Lo he citado de memoria, de modo que puede haber lagunas en la transcripción. Y es que de pequeño escuchaba las zarzuelas que ponía mi padre en una radio gramola y, claro, algunos fragmentos me quedaban grabados en la memoria. Creo que escuchando zarzuelas y sermones en la iglesia fue cómo aprendí castellano, con la ayuda supletoria de la radio y las canciones de «El último cuplé», interpretadas por Sara Montiel. Pero volvamos al puerto. En los años cincuenta se repetía a menudo que la supremacía del puerto de Maó era indiscutible, decían aquello de que julio, agosto y Mahón los mejores puertos del Mediterráneo son, y para evidenciar la presencia del castellano entre los habitantes de la capital menorquina remedaban el habla de la gente de este modo: «¿Que vienes al puerto? Xalarem molt!».
Entonces el puerto de Ciutadella era un reducto pesquero, con lindas barquitas blancas alineadas junto al puente de hierro, con una laguna que llamaban Sa bassa y algunos cafetuchos marineros como el de «La tabernera del puerto» donde se mezclaba el aroma a café con el olor intenso del gin y el tufo a marisco podrido que llegaba de las redes tendidas al sol en el muelle.
Anoche bajé al puerto de Ciutadella y pude contar con los dedos de una mano a los oriundos que me encontré entre centenares de turistas, restaurantes caros donde a lo mejor se vende langosta marroquí recién pescada de nuestros mares o baratos donde se ofrecen pizzas al por mayor y me acordé de que una vez, ya hace años, en uno de esos restaurantes nos amenazaron con no cenar porque entre nosotros no hablábamos en cristiano. «Hábleme en cristiano» me dijo el camarero, y cuando le repliqué en inglés me dijo: «No me caliente, que si no, no cena». Seguro que el pobre hombre desconocía la pequeña historia de ese puerto y aun del antiguo café de gineros donde se alojaba el local, café en el que los marineros trituraban el castellano si alguna vez llegaban a usarlo, porque no lo habían escuchado con mi atención ni leído con mi fruición partiendo de «La tabernera del puerto» hasta llegar a los clásicos.