Acabo de enterarme de la muerte de Pere Salord Ripoll. En seguida me ha venido un refrán a la cabeza, uno que asegura que «A la muerte pelada no hay puerta cerrada». Sin embargo, yo he querido titular el artículo «La puerta cerrada» porque se trata de la ilusión que nos hacemos los humanos, que siempre que se habla de la muerte pensamos, eso no reza conmigo, y nos creemos lo imposible, que sería quedar para simiente, como dicen en mi tierra: «No hi ha ningú qui quedi per llavor».
Pere Salord Ripoll era hermano de Fina Salord, presidenta del Institut Menorquí d'Estudis y mujer de gran valía, y también de Maite Salord Ripoll, narradora dotada de finura poética –dos cualidades en una— y presidenta actualmente del Consell Insular de Menorca. Era hermano de un par de mujeres más, de modo que de algún modo debió de ser el rey de la casa, tal y como se llevaba en los años cincuenta. Era un chico listo y buen deportista, siempre cargado de ironía ya desde los tiempos en que coincidimos en Calós, (Ca los padres salesianos) donde forjaron un poco nuestro carácter y nuestro descontento. Entonces le llamaban Pedro, desde luego, como a mí me llamaban Pablo, pero él era un buen portero de fútbol, algo que yo nunca fui, y además era alegre y desenfadado. Yo admiraba dos cosas en él, las rodilleras afelpadas que se ponía para jugar y las paradas que hacía tirándose felinamente sobre el duro suelo de sablón. Tiempos heroicos en los que las heridas del patio se curaban en la iglesia y en que pudimos aprender castellano gracias a los sermones que nos echaban con acento vasco. El padre de Pere era el hombre más serio que yo he conocido en el negocio de la cría y venta de carne de vacuno (todo eso para no escribir «carnicero»), un hombre de los que mi padre habría tildado de conducta intachable. La madre regentaba La Bona Nova, una tienda recoleta donde vendía ropa en frente del colegio. Vi construir esa tienda y todavía permanece abierta en mi recuerdo. Conservo la imagen de Fina Salord tendida en el suelo del vestíbulo, con uniforme a cuadros y gafas, leyendo no sé si cómics o algún libro infantil, o a lo mejor simplemente jugando. Cuando fuimos estudiantes en Barcelona nos reuníamos todos los sábados en un bar de las Ramblas y nos tomábamos una sangría antes de atacar a ciegas todo lo que se nos pusiera por delante en una discoteca de la plaza del Pino. Quien diga que los muertos no viven en la memoria que lea este artículo, antes de cerrar la puerta.