Me encuentro en Roma. Esta ciudad atiborrada de belleza me ha hace olvidar por momentos el marronazo que opera en mi casa matriz donde el voluntarioso Albert se las tiene que ver con un correoso Tancredo a quien finalmente ha pillado el toro (alertado el morlaco posiblemente por el olor a Rita y naftalina de esa estatua orgánica, ya que por moverse no ha debido ser); y se las tiene que negociar con un encelado galán que se subió a una parra preocupantemente endeble huyendo de quienes querían defenestrarle; y se la juega con un sobrado trilero capaz de, sin despeinarse la coleta, vender lo mismo una Vespa que una Ducati con ese tonillo de maestro paciente que sin embargo está a punto de irritarse por la ignorancia y testarudez de su díscolo público, que no consigue seguir el ritmo de sus volantazos programáticos (propongo, por cierto, que las tareas del Tribunal Supremo sean asumidas por el consejo de ministros, evitándose así engorrosos trámites de casting). El resto de comensales permanecen agazapados a ver qué rebañan.
Pues bien, rodeado de maravillas en esta urbe multimilenaria he sufrido un ataque reflexivo que por ser completamente improductivo me animo a compartir con ustedes, amabilísimos lectores.
El acceso divagativo a que me quiero referir me sorprendió mientras admiraba junto a mi pequeña hijita la Fontana di Trevi, cuando -en un descuido introspectivo- observé distraídamente a los espectadores que a nuestro alrededor (y en gran número) compartían el espacio/tiempo con nuestra mismidad más íntima (valga la cursilada). Caí entonces en la cuenta de que en ese preciso instante estábamos mi niña y yo formando involuntariamente parte del reparto -en formato esta vez de extras no remunerados- de una infinidad de instantáneas y vídeos que a nuestra espalda se grababan con enorme (descabellada, diría yo) fruición.
Este descubrimiento supone en la práctica que tanto mi antiguo cuerpo serrano - pues ya en mi juventud fui sin duda retratado accidentalmente-, como el más reciente (no tan serrano ya: con su calva bien definida y un kit de inquietantes complementos adquiridos muy a mi pesar), aparecen probablemente en los márgenes de miles de fotografías, alguna de las cuales fueron colgadas en Facebook por esa pareja de enamorados que se hacían el selfi en el parque del Retiro ajenos a mi presencia en segundo plano, o incluso que cuelgan enmarcadas en la alcoba de esa abuela argentina a quien su nieta regaló aquella foto en la que posaba orgullosa con su bebé en brazos frente al Big Ben y por la que se cruzaba -apenas se le ve- un desenfocado caballero (yo mismo) hablando por el móvil. Incluso aquellos turistas japoneses que en su día darán cuidadosamente el coñazo a familiares y amigos con infinitos vídeos de su viaje, podrían ver -si se fijasen- a ese menda (jo mateix) que cruza la diagonal con paso ágil detrás de la media naranja del cameraman.
En definitiva, no me cabe duda de que tanto usted, estimado amigo, como yo, estamos presentes en miles de ordenadores, de tablets, de teléfonos, en hogares de desconocidos, posando involuntariamente en multitud de enclaves diferentes, en posturas diversas, con incontables indumentarias y en épocas varias.
Si alguien recopilara todos esos documentos podría hacer un extraño relato biográfico de nuestro devenir, esta vez desenfocados, siempre en segundo plano,, siempre ninguneados por personajes que nos roban el protagonismo, que ignoran nuestra presencia en el mundo, que se sienten más importantes que nosotros, que nos guardan en sus archivos con desdén, que si alguna vez se han fijado en nosotros ha sido con total indiferencia.
¡Pero coño! ¿Qué me está pasando? Si parece que vuelvo a estar hablando de nuestros queridos líderes. Manda narices, ¡ni en Roma me libero de su sombra!