«Si muero, no moriré del todo», dijo una vez el hombre que quiso ser Salvador Dalí (y que lo consiguió); y estos días he tenido la ocasión de comprobar su inmortalidad (gracias a la hospitalidad de mis queridos Sánchez: mi amiga del alma) en Figueres, Girona, tierra daliniana por excelencia. Precisamente Julio, cabeza de la familia que encabeza Carmen, entonces Julito, conoció además al de los bigotes altivos de joven, revisó alguna vez el famoso Cadillac y prefirió luego un Seat Seiscientos a un cuadro del pintor por sus favores logísticos en el avituallamiento de las reuniones y fiestas que el pintor celebraba en Portlligat: qué podía saber Julio entonces, siempre amante de los coches (y menos aún podía saberlo su padre, el Madriles, el mejor mecánico de casi todo el Alt Empordà, que antes de aquello ya había arrojado a la basura una obra de Evarist Vallès: «¡Malditas moscas!»).
He tenido así la oportunidad de adentrarme en ese centro de creación del artista que a los seis años quería ser cocinera (en femenino); a los siete, Napoleón y que a los catorce dijo «No quiero profesor de dibujo. Yo soy un pintor impresionista». Ese escenario creativo extiende el sistema 'paranoico-crítico' del autor de los relojes blandos de «La persistencia de la memoria» o de «El torero alucinógeno» hasta el Cap de Creus, costa cruzada también por la furia (o la alegría desbordada, cuesta a veces saber con qué animo aparece) de la tramontana. Costa omnipresente en su obra hecha de rocas (siamesas antaño, dicen, de la costa menorquina) que parecen sueños y de sueños que parecen rocas (del mar Mediterráneo). Cuánta belleza, mirar este mar desde otro de sus bordes y el nudo, de nuevo, en mitad de la garganta: imposible no pensar en los ahogados y en los supervivientes de la guerra de Siria (y de otras guerras subvencionadas por este turbio Occidente); refugiados sin asilo, abandonados a su (mala) suerte por el crimen organizado y consentido por los presuntos líderes europeos, los que también pasarán a los libros de historia, pero no como genios, sino, en su caso, como responsables de dar la espalda a los derechos humanos.
Y fue allí, en Figueres, donde Dalí fue «desterrado del paraíso intrauterino», el 11 de mayo de 1904, en el número 20 de la calle Monturiol: «el Dalí vivo», aclaraba él, porque hubo antes otro Salvador Dalí, su hermano, que murió a los tres años de edad, nueve meses antes de que naciera el artista. Parece que los padres quisieron que él fuera la réplica de su hermano fallecido y parece que a él la crisis de personalidad le originó una de las reafirmaciones artísticas más contundentes del siglo XX. Allí, en Girona, soñó Dalí, con los ojos desorbitadamente abiertos, con las obras que luego pintó (o viceversa), ese mismo Dalí que hoy impartiría un máster en marca personal: sería coach de sí mismo. Ese Dalí que no solo se dedicó a la pintura, también a la publicidad (diseñó del logo de Chupa Chups, por ejemplo), a la moda o al cine; ese Dalí que admiró a Velázquez casi más que al propio Dalí (también reverenció al dólar y a Franco, entre otros dictadores); ese mismo Dalí, amigo de Federico García Lorca (a quien quiso a veces de mala manera, o al menos no a la manera en la que el poeta granadino lo quiso a él) y se entendió con Luis Buñuel más allá de «Un perro andaluz» (hasta que se desentendieron); ese Dalí que jamás dejó de enamorarse de Gala, su esposa, marchante y musa a partes iguales, es, en definitiva, el gran imán de Figueres y de sus (numerosos, por cierto) peregrinos de todo el mundo.
Dalí habló casi tanto como pintó (también escribió: se consideraba mejor escritor que pintor) y en el Teatro-Museo con el que el artista quiso llenar de riqueza a su tierra natal (llena de 'julios' con anécdotas surrealistas del pintor) es donde está enterrado desde 1989. Aguardan ahí los títulos más célebres y otros tanto o más oníricos como «Dalí levantando la piel del Mediterráneo para enseñar a Gala el nacimiento de Venus» o «Gala de espaldas mirando un espejo invisible» (en la imagen), que bien podría ser metáfora de lo que la Unión Europea está haciendo con los refugiados sin refugio y con todos nosotros (porque somos los mismos).
Pero apenas hay denuncia en Dalí (un atisbo en la serie «Aliyah» de 1968, un encargo del Estado de Israel) y sí está, en cada rincón, la mirada y el ingenio de este icono del surrealismo, un movimiento artístico muy presente en nuestro día a día (en nuestros medios de comunicación) que, ahora sé, tiene su epicentro en Figueres y un líder eterno: «La diferencia entre los surrealistas y yo es que yo soy surrealista», dijo Dalí, que aprendió una lección y la legó, como toda su obra, a la humanidad: «¡Oh, Salvador, ahora lo sabes, jugando a ser un genio se llega a serlo!».