La tradición, eso que el diccionario define como la doctrina y costumbres transmitidas de generación en generación, se ha convertido en la excusa perfecta, el joker de la baraja, comodín para esgrimir en cualquier discusión. En el caso de las fiestas populares a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional la tradición era sinónimo de tortura impune a los animales, y en muchos lugares lo sigue siendo. Ahí tenemos el torneo del toro de la vega en Tordesillas, de origen medieval, o las alzadas agarrados al cuello de un ganso (que hasta 1986 estaba vivo) en Lekeitio, o los toros embolados en el Levante peninsular. Siempre el argumento ante las críticas es el mismo, defender la tradición. Es la tradición la que establece que las mujeres no participen en la 'qualcada' de las fiestas de Ciutadella, y que en este caso simple y llanamente es sinónimo de discriminación.
Que sea justo o injusto, la sociedad de Ponent deberá decidir y exigir, en su caso. Es tema sensible, no será desde aquí que dé lecciones a nadie, pero que se hable de «debate silenciado» o de temor a represalias para las mujeres que lo soliciten es algo serio. Hay antecedentes de lo lejos que puede llegar la visceralidad en estos temas: en el Alarde de Hondarribia las mujeres que desfilan como soldados lo hacen ante el desprecio de muchos convecinos, aunque con su derecho reconocido judicialmente. La cordura debe primar ante todo. Sin embargo es muy revelador lo que escriben los chavales en ese debate en el Consell Infantil de Ciutadella sobre la mujer, que prepara, que limpia, que es muy importante sí, pero en segundo plano.
Les soltamos el discurso de la igualdad de género como los padres que le dicen al adolescente que es malo fumar mientras le tiran el humo de su propio pitillo a la cara. Estamos ante una total incoherencia, llamemos a las cosas por su nombre.