"¿Conocéis algún sitio donde pueda vivir sin pagar, porque voy mal de dinero, cómo hacéis vosotros?". Fue una de las frases que dirigió una anciana catalana, encarada con los okupas del Banc Expropiat de la barriada de Gràcia en Barcelona, el pasado miércoles, situándose entre los jóvenes activistas, a los que llamó ladrones, y los mossos d'esquadra.
En la valentía de esa mujer, harta, como la mayoría de sus vecinos, por la conflictividad constante en aquel célebre enclave de la ciudad condal, punto de encuentro de tradición y modernidad, descansa la cruda realidad del deterioro lacerante que sufre Catalunya en su manejo institucional obviando la voz de quienes piensan distinto a la propaganda fomentada desde la Generalitat.
Gobernada por la izquierda radical, pero en manos de los antisistema de la CUP, la Barcelona que preside Ada Colau estaba dispuesta, incluso, a comprar el local que antes ocupara el banco en la Travessera de Gràcia para zanjar el conflicto en beneficio de las supuestas «obras sociales» que realizan los okupas en la barriada. No es de extrañar que la alcaldesa, afín a la causa, planteara tan peregrina solución si advertimos que el anterior alcalde convergente, Xavier Trías, destinó 70.000 euros del pueblo barcelonés para pagar el alquiler del mismo local, de propiedad privada, con el fin de que los ocupantes no le alborotaran la calle en la famosa barriada, como si de un impuesto revolucionario se tratara.
No es demagógico concluir que difícilmente pueden seguir alentando el «España nos roba» si los dirigentes catalanes hacen un uso perverso de sus recursos prevaricando con el dinero público para incrementar una deuda que en 2015 era de 72.274 millones de euros. Esa es la Catalunya que se halla en manos de gobernantes determinados a llevar al país catalán a un viaje a ninguna parte. ¿Con esta clase de decisiones pueden ganar alguna credibilidad en su empeño? Cuesta aceptar que así sea.