Cuando los niños empiezan a hablar inician un aprendizaje casi infinito, imitando a los mayores. Es un error y una pena ponerle límite de edad y no seguir aprendiendo. Porque aunque pragmáticamente lo usemos para unas cuantas cosas básicas, las posibilidades del lenguaje son inagotables. Los humanos no tenemos más remedio que procurar entendernos, coordinar significados, llegar a acuerdos. Para pelearse sobran las palabras. Para amarse, nos faltan. Aprendimos a hablar para ayudarnos y afrontar juntos problemas terribles. Fue en nuestra lucha por sobrevivir cuando descubrimos que la palabra podía ser un arma de construcción masiva.
Tras dos elecciones generales seguidas, tendremos que aprender a hablar. En los adultos, la cabezonería, el egocentrismo y la escasa inteligencia emocional dificultan la conversación. Los esquemas rígidos de pensamiento suelen traducirse en frases hechas y estereotipos simplistas. Abundan los intereses ocultos e inconfesables. Hablar es la capacidad de entenderse a pesar de las diferencias, pero nuestros líderes parecen niños enfurruñados que no quieren compartir el mismo juguete. La imagen que dan es de gente que no sabe escuchar al otro. Que solo se oyen a sí mismos. Con expresiones que buscan el aplauso de los ya convencidos o rebotan en el vacío por esa falta de empatía con la que nos hacemos impermeables al prójimo. Si no aprendemos a hablar, todo va peor y la sociedad se resiente.