El tiempo reglamentario, incluida la prórroga, había terminado en empate. La eliminatoria se iba a decidir en la tanda de penaltis. Lo llaman «la lotería de los penaltis» como si fuese cuestión de suerte, a diferencia de lo que ha ocurrido antes sobre el terreno de juego. Digamos que las diferencias se igualan (hasta el jugador más bueno puede fallar) y la tensión alcanza su momento culminante. Millones de ojos pendientes del lanzador, que ve la felicidad o la decepción de un país concentrados en sus botas. Aquí lo psicológico influye horrores. La mezcla de inseguridad, miedo, confianza, concentración o determinación, hacen que el desenlace del partido sea imprevisible. Hombres hechos y derechos se ponen a temblar ante la simple posibilidad de fallar y que su equipo quede eliminado. De héroe a villano en un chut.
Marcó el primero y empató el segundo. El tercero falló pero al siguiente se la paró el portero. Gol y disparo al poste. Aquí ya estaba todo el mundo histérico, pasando de la euforia a la desesperación alternativamente. Otro tiro fuera. Gol. Parada. Lanzamiento fuera, gol, gol, paradón y, finalmente, el gol que clasifica a uno y elimina al otro.
¿Qué podemos sacar en claro de todo este desmadre futbolístico-emocional-patriótico-aleatorio? Hay que ser valiente para asumir una responsabilidad. En los momentos duros no puedes esconderte ni rehuir el desafío. Ha llegado tu turno. Coloca el balón y chuta.