La primera taza de té que tomé en mi nueva vida fue a bordo de un viejo y destartalado ferri (año 1962) que cubría Calais con Dover, después de haber viajado desde París. El barco, que salió con retraso, se movía a tope tumultuosamente de babor a estribor, de vez en cuando cabeceaba y al erigirse nos suprimía la respiración. A los pasajeros de segunda clase nos obligaron, educadamente eso sí, a abandonar los sillones aunque atados, y bajar a los sótanos, donde aparcaban espaciadamente unos troncos metálicos clavados en el suelo y en el techo, que tenían que ser repartidos entre los pasajeros, alrededor de los cuales podíamos vomitar con entusiasmo. (Durante mi estancia londinense viajé varias veces al continente, pero nunca, nunca más en barco, una i oli!) Desde allí, o sea desde aquel lugar casi oscuro y maloliente, divisé un mísero chiringuito donde se despachaba té, servido en gruesos tazones, de color negruzco pero no totalmente vomitable. Antes de embarcar tenía la ilusión de ver «Las blancas rocas de Dover», película que yo había visto en Palma, pero los aludes del agua no dejaban apercibir siquiera los ojos de buey, y cuando me dí cuenta estábamos atracando a Dover, y la noche caía desabrida sobre las rocas…
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