De la alegría que desbordaban las líneas escritas por la madre en su libro, ingenuamente convencida de que su hijo había salido del túnel de las drogas, al terrible suceso del pasado viernes en Son Blanc apenas han transcurrido siete meses. Después de un calvario prolongado durante casi tres lustros, el final no pudo reunir más crueldad, más tragedia para una familia abruptamente mutilada y marcada de por vida por este drama del todo irreparable.
Ella, emprendedora y entusiasta, que tanto había peleado por la desintoxicación de su hijo, acabó apuñalada por él mismo, muerta, yaciendo en sus brazos en el chalé de su isla paradisiaca.
El tamaño de esta catástrofe no admite ningún consuelo porque no lo hay. Cuanto menos, sin embargo, puede servir para ejemplarizar las consecuencias extremas de una adicción fatal, asquerosa, que destrozó la mente de este joven iniciado con los porros cuando solo tenía 13 años hasta el punto de preferir morirse a dejar de fumarlos, como relataba su madre en el libro.
No me cuenten los efectos terapéuticos de las drogas blandas, ni me vengan con la apología de sus bondades para justificar la defensa de quienes piden su legalización. Está demostrado y defendido por especialistas que tratan con la delincuencia juvenil y su relación con las drogas que el consumo de marihuana supone el acceso, la entrada al mundo de las sustancias estupefacientes de consecuencias nocivas. Claro que muchos se quedan en la hierba y no van más allá, pero no es menos cierto que la sociedad está plagada de adolescentes y jóvenes que, a partir de esos primeros «petardos» exploran otro tipo de narcóticos y acaban siendo víctimas de una adicción fatal.
Cuando alguien debata o dude sobre el tema, hijos o padres, tengan como referencia a Mayte Blanco Garrido, la madre muerta por su hijo adicto a la marihuana.