Soy el tío más afortunado del mundo. Soy el único que acierta no solo con la predicción del Sorteo del Gordo de Navidad sino además con el resultado. Llevo un montón de años deseando que no me toque y aquí sigo, con una salud de hierro, ganando cuatro duros, luciendo una hermosa tripita y sonriendo cada dos por tres. No me verás, amigo lector, preocupado teniendo que gestionar tropecientos millones para invertirlos aquí ni allí buscando una rentabilidad máxima ni tapando ni destapando agujeros.
Hace años que decidí que no quería que me tocara el Gordo. Por ello limité mi participación a un décimo. Tengo casi las mismas probabilidades de ser el afortunado como de que el Real Madrid se fije en mí y me fiche en el mercado de invierno. ¿Por qué no quiero ganar millones de euros? Porque vivo más tranquilo así.
Tengo dinero para ir tirando y darme algún capricho de vez en cuando, buenos amigos que saben dónde encontrarme independientemente de lo abultada que esté la cartera y una salud que me respeta más de lo que yo a ella. Vivo muy tranquilo, la verdad, y solo el hecho de imaginarme siendo el propietario de no sé cuántos millones, me pone de los nervios porque lo querría hacer todo y no haría nada. De entrada me daría mucha pereza tener que salir por la tele a descorchar la botella de champán y a soltar el monólogo de tapar agujeros. Si en España hubiese tantos agujeros como nos hartamos de oír, estaríamos en algo similar a la Luna. Lleno de cráteres.
A ver, que me caiga un pellizco no me importaría, algo bueno de digerir, que no fuese muy ostentoso y que me sirviera para pegarme un buen viaje que creo que es la mejor y más rentable inversión que puede hacer una persona.
Soy un bicho raro. Ni quiero que me toque el Gordo ni odio mi trabajo, al contrario, tengo la inmensa suerte de que me encanta y aunque me tocase un pico ni se me pasaría por la cabeza dejarlo. Me parece muy bonito tener la ilusión cada 22 de diciembre porque hay gente que necesita ese dinero y que lo desea, ojalá les toque. A mí la fortuna me sonrió cuando supe qué quería ser de mayor y tuve la inmensa suerte lograrlo. Y no tuve que aguantar la tortura de los niños y niñas chillando números. Ser feliz sí que vale millones.