Venecia se va al carajo, caput, finito, se muere. Sí, queridos lectores, la bella ciudad de los canales agoniza de éxito turístico. El comisario Brunetti, protagonista veneciano de las novelas de Donna Leon, ya no podrá ir a tomarse una grappa tranquilamente a los bares de toda la vida. Venecia ha pasado de tener 174.000 habitantes a tener apenas 56.000, un éxodo alarmante. Los comercios que dan vida a la ciudad son reemplazados uno tras otro por tiendas de suvenires llenas de imanes que reproducen góndolas fabricadas en China. Los jóvenes venecianos se tienen que ir porque es imposible alquilar una casa en su ciudad. La Unesco ya ha dicho que Venecia es un Patrimonio de la Humanidad en peligro, la fiesta se acabará en una muerte por empacho.
Y una ciudad sin escuelas, sin mercados, sin hospitales, sin pequeños comercios, es una ciudad muerta, un escaparate de cartón-piedra, donde la autenticidad brilla por su ausencia y se trasforma en un parque temático.
En algunos barrios de la periferia de Palma, alejados de las aéreas turísticas, se empieza a ver a turistas con maleta que buscan ese piso que los propietarios no quisieron alquilar para todo el año porque les da más pasta alquilarlo por semanas a los alemanes que quieren sol mediterráneo. Una especie de frit mallorquí con chucrut que no pinta bien. Dicen que un barrio empieza a morir cuando en el bar de los paisanos de toda la vida hay más turistas con palos selfies haciendo fotos a los paisanos, que paisanos tomando algo.
En Eivissa existen las camas calientes. Profesionales remunerados que ya no solo comparten habitación, sino que en diferentes turnos comparten cama para poder dormir en una isla donde el precio de la vivienda se ha vuelto loco y es más difícil conseguir una casa que ver la dimisión de un político. Consigo un curro por mil euros, me piden de alquiler mil euros, ergo me convierto en un homeless mileurista. Para que vean los listos de la economía liberal, seguidores de Adam Smith y toda su prole, lo bien que se regulan los mercados por si solos.
La presión turística descontrolada empuja a los vecinos del centro hacia zonas periféricas más baratas, y estos a su vez empujan a los del barrio periférico al extrarradio, y estos a su vez empujan a los del extrarradio a vivir bajo un techo de estrellas.
Se lo he puesto a huevo a los neoliberales para que me den en toda la cabeza diciéndome que estoy en contra del turismo, del progreso, de la generación de puestos de trabajo y esas cuatro retahílas que sacan cada vez que alguien les recuerda que no todo vale para que unos poquitos se enriquezcan y el resto las pase canutas.
Pues siento decepcionarles, no, no estoy en contra del turismo porque es la principal fuente de ingresos que tiene nuestra Menorca. Pero creo que habría que mirar las barbas de los vecinos y tomar nota, porque olvidamos con mucha facilidad aquello del crecimiento sostenible, y que por algo nos dieron esa etiqueta tan chula de Reserva de la Biosfera. Además, muchos turistas buscan playas vírgenes, comercios locales, aire limpio, alejarse de las aglomeraciones, productos de la tierra, cultura del lugar. Y no carreteras de cuatro carriles, más campos de golf, hoteles de 50 pisos o playas abarrotadas donde no se puede ni clavar la sombrilla.
O encontramos el equilibrio entre vida y negocio, o parece que nos iremos a hacer puñetas montados en una góndola, mientras un desconocido con camiseta de rayas nos canta desafinando «La Traviata». Feliz jueves.