A Margarita Crespo, tu abuela…
Lo que en Proust era una magdalena, en ti es flor de azahar. Cada Semana Santa, cuando pasas por S'Arravaleta, asocias una experiencia sensorial al recuerdo. La experiencia siempre es la misma: el aroma que desprenden sus naranjos y el recuerdo, el de tu abuela, importante referente moral.- ¿La echas en falta?
Te contestas afirmativamente… Cada Jueves Santo visitabas con ella las diversas capillas del Santísimo de Mahón, donde se ubicaban sagrarios repletos de luces y flores y en los que gentes devotas oraban mecidas por un silencio hoy –temes- ya perdido. Una quietud respetuosa, cálida, casi sensual. Margarita te agarraba de la mano y en esas idas y venidas, bajo noches que evocas como eternamente plácidas, te hablaba de Cristo. Sus palabras eran vívidas, vividas y poseían una fuerza arrolladora, porque tenían autoridad, porque había concordancia entre lo que ella decía y el testimonio de su vida… Cristo –que, de seguro, la conocía bien- habría alterado su Evangelio para manifestar: «Haced lo que dice y haced lo que hace, porque hace lo que dice». Tu abuela, efectivamente, tuvo poco –más bien nada- de fariseísmo… Y a pesar de que la vida, con ella, no fue especialmente amable. Casada, de jovencita, con tu abuelo, un doctor republicano, enviudó de forma temprana quedando con una pensión –como tantas en aquella época- que se mudaba en verdadero sarcasmo. Sola, con ese coraje que jamás pareció abandonarla, crió a sus hijos, muchos de los cuales vio morir, en una de esas salvajes jugadas perras de lo que sea esto que, con frecuencia, habéis dado en llamar vida…
- ¿Qué edad tendrías cuando…?
No lo recuerdas. Únicamente te sabes niño, básicamente por lo altos que eran esos naranjos que, ahora, se te antojan diminutos. La vejez tiene esas cosas…
Bajo el manto persistente del azahar, sí, os dirigíais a la Parroquia del Carmen o regresabais de ella y ese perfume se empecinaba en seguiros… Te sentías entonces especialmente bien, como si hubieras entrado en otra dimensión, como si esas noches fueran mágicas… Ahora sabes que lo eran… «Esperaban a un guerrero que liberase al pueblo judío y se encontraron con un hombre sencillo que se alineaba junto a los pobres –te decía-. Esperaban palabras de odio y el odio nunca surgió de su boca. Esperaban a un hombre que hablara con los poderosos y hallaron a un carpintero que hablaba con prostitutas, romanos y apestados recaudadores de impuestos» – continuaba-. «Esperaban un final 'glorioso' de vencedores y vencidos y se toparon con una Cruz, desde la cual la víctima suplicaba perdón incluso para sus verdugos»…
Sin proponérselo (tú abuela tenía pocos estudios pero una cultura vasta auto adquirida y una inteligencia y sensibilidad prodigiosas) Margarita actuaba entonces de catequista, con el vigor arrollador de la convicción jamás extraviada… Luego te hablaba de las bienaventuranzas, de perdón, de un «estar siempre al lado de los débiles», de…
En un mundo donde la riqueza mata o, simplemente, deja morir; donde los intereses económicos provocan incesantes guerras; donde la Tierra (¡ay, Delibes!) es constantemente destruida y maltratada; donde se levantan muros y no se abren puertas; donde las personas han de huir de sus propios países para poder, sencillamente, subsistir; donde el reparto de los bienes vuelve a ser medieval (pocos tienen mucho - quizás todo- y muchos tienen poco o quizás nada), en ese mundo, sí, las palabras de ella huelen como a ungüento reparador, reforzando tu convicción de que esa Cruz sigue siendo la solución, el mejor programa, asumible desde el agnosticismo o desde la fe, donde, a tu entender, logra su verdadera dimensión…
Gracias, abuela, por tu coherente catequesis, por haberme retratado con perfección el rostro de Dios, por esas noches de Jueves Santo y por ese perfume de azahar con el que hoy puedo, a duras penas, anular el fétido hedor de tanto malnacido…