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Contigo mismo

Te doy, por herencia, mis vísceras…

Una vecina, indiscreta, te lo pregunta a bocajarro… Esbozas una sonrisa y le contestas:
- Sesenta años…

La calle, inesperadamente, desaparece, como en esas buenas películas en las que, imitando emblemáticos poemas de Salinas, los amantes se aíslan del mundo, difuminando su entorno, porque lo que cuenta es, simplemente, un 'tú' y un 'yo'. En el cine, ese entorno aparece borroso y únicamente puede verse con nitidez la imagen de los enamorados. Ocurrió en el baile del gimnasio de «West Side Story» cuando María y Tony se apoderaron de la pantalla o, y de manera iterada, en la espléndida «La La Land»… Pero en tu caso la causa es otra… La calle desaparece porque solo puedes escucharte a ti mismo y esa respuesta recién dada: sesenta años…

- ¿A dónde fueron a parar?

No lo sabes… Lo que sí sabes es que Manrique acertó, que tantos y tantos poetas acertaron cuando denunciaron la aterradora fugacidad de los días, que es tanto como decir de la existencia… En palabras de Benjamin Franklin: «No malgastes el tiempo, es la sustancia de la que se compone la vida»…

Tampoco sabes si has malgastado la tuya. Crees que no. O puede que sí… Pero de lo que eres verdaderamente consciente es de que muchos sueños y algunas utopías se te fueron cayendo por el camino como agua inútilmente retenida entre dedos entrecruzados…

A tus dieciocho años, en los umbrales de la universidad, en los lindes del primer amor, en el quicio de la aventura quijotesca, en los inicios del insaciable anhelo de cambiar el mundo, soñaste, esperanzado, en un país distinto…

Con la Transición diste por cerrada –y te equivocaste, como la paloma de Alberti- la Guerra Civil… Te olvidaste de los carroñeros ancestrales que sobrevolaron, sobrevuelan y sobrevolarán esta tierra cainita retratada ya por Goya. Las dos Españas machadianas sobreviven y una de las dos sigue matando al españolito de turno, indefenso, anonadado y abúlico, frecuentemente estúpido, iletrado y con una fuerza que anida exclusivamente en su boca. Con la transición, efectivamente… Esa que ahora tanto critican los que no la vivieron… Los que no son estadistas, como los que la elaboraron… Los que hablan a toro pasado… Los que probablemente no se jugarían hoy la vida por sus ideales como se la jugaron esos padres que hicieron lo mejor dentro de lo posible…

Pensaste que el odio también desaparecería… Y te equivocaste, sí, otra vez, con la misma impericia de la paloma de Alberti a la que has aludido… Generaciones nuevas, estimuladas por el rencor heredado, alimentan su ira con ese populismo barriobajero que hace, del necesitado, trampolín…

Creíste que Larra acabaría por estar demodé… Que la política olería a limpio, como olían esos armarios de ropa que tu madre aromatizaba con manzanas desnudas de química… Y… Sí: te equivocaste… El hedor de la corrupción anida en cada esquina y el barrendero resulta ser el ladrón. Lazarillo gime, porque lo suyo era otra cosa: supervivencia. Lo de ahora, desvergüenza…

Soñaste en estadistas… Y… Sí: te equivocaste. Porque te has encontrado y encuentras con ególatras mezquinos que destruyen partidos históricos en aras a un yo antipoético… La Moncloa es la meta…

Te imaginaste programas, metodologías, claridad, coherencia, y hallaste y hallas bandazos y ambigüedades color naranja…

Hubo un tiempo en que, por lo menos, te quedaba precisamente eso: tiempo. El presente era malo, pero el futuro aguardaba en las esquinas de los sueños… Regresas a Machado. Efectivamente, España sigue aún escuálida y beoda, sin que la mano acierte con la herida…

Un día la vecina –u otra- te hará la misma pregunta…

Setenta –le contestarás-. O puede, si Dios quiere, que ochenta…

Pero nada habrá mudado… Tan solo la intensidad del hedor…

No obstante, decides no darte por vencido… Piensas en las nuevas generaciones… Y exiges que no se les dé, ya no, por herencia, vuestra ira, vuestra incapacidad para entenderos, vuestra mezquindad y vuestras vísceras…

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