La segunda lectura que voy a proponer es una película: esta lista es mudable. La película es «Estiu 1993» («Verano 1993»), protagonista de la clausura de la segunda edición del Festival de Cinema de Menorca, ganadora del premio a la mejor ópera prima en la Berlinale y de la Biznaga de Oro a la mejor película en el Festival de Málaga y la primera que dirige Carla Simón (Barcelona, 1986). No es un libro y no debería ser este el lugar de su reseña, pero intuyo que los amantes de la lectura y los futuros (y presentes) escritores tenemos mucho que aprender de Simón, por cómo maneja lo autobiográfico como material narrativo y por cómo selecciona los detalles que tanto perseguimos en el taller de escritura.
Esos detalles desfilaron por la fachada de la Catedral de Ciutadella el pasado sábado. Ocurrió algo: la emoción hizo que algunos nos olvidásemos por completo de dónde estábamos, de algunos espectadores incapaces de guardar el teléfono en el bolsillo durante 96 minutos o de la potente luz del escaparate de un establecimiento de la plaza, que ojalá se apagara antes, excepcionalmente, durante los dos o tres días al año en los que el cine al aire libre se proyecta en este espacio, en un festival que es ya esencial, para residentes y visitantes, en el verano cultural de la Isla.
Nada pudo, de todos modos, con lo íntimo de la película. Parte de la magia de «Estiu 1993», rodado en catalán, es que la cámara se esfuma. La cámara (invisible) sigue a una niña de seis años, Frida y el corazón late como si de verdad todo eso estuviera pasando: es más, como si nos estuviera pasando. Frida, encarnada por Laia Artigas, ha perdido a sus padres —igual que Simón perdió a su madre a causa del sida, después de haber perdido también al padre, en ese verano que lo cambió todo— y es adoptada por sus tíos, que la llevan a su casa, en pleno campo, en busca de su sitio en su nuevo mundo. La muerte es una incógnita cuando se tienen seis años y esta película es capaz de apresar algunos de esos huecos: ¿hay sangre cuando alguien muere? Los ojos atentos de la niña van recogiendo las piezas sueltas que los adultos dejan caer desde el piso de arriba —porque se ha quedado una ventana abierta— o desde lo alto de la mesa después de comer: ¿carta?, ¿qué carta? Y así fuimos en Ciutadella respirando con Frida, a su ritmo, tan lento en algunas escenas como el que marca la vida algunos días, y con varias de ellas memorables: como esa en la que Frida, disfrazada, jugando con la otra gran estrella de la película, su pequeña hermana/prima Anna (Paula Robles), consigue que la madre, la gran presencia ausente, se materialice durante unos cuantos minutos para poder echarla todos de menos.
Diálogos naturales y espontáneos —otro reto para escritores— y una fotografía limpia y bella, hacen el recorrido deslumbrante por ese terreno de los primeros años, tan idealizado a veces, en el que las cosas se descubren a otra velocidad. Hay que aprender lo que es la muerte, pero también lo que está bien y lo que está mal, dónde está el límite del riesgo (la carretera más oscura, la poza más profunda, el escondite más peligroso). Hay que aprenderlo todo: hasta a llorar. Una lección de cine deliciosa, en definitiva, y también de narración, que me ha llevado de vuelta al libro que está estos días en mi mesilla, de otra maestra del detalle y del material autobiográfico como punto de partida: «Léxico familiar», de Natalia Ginzburg (1916-1991).
La autora italiana también consiguió recrear, en este caso con la palabra como única herramienta, esas primeras relaciones personales, con sus miedos y sus placeres y la mirada tan nueva. Lo hizo con detalles cotidianos y contenidos y, también como Simón —y como tantas creadoras—, tuvo Ginzburg que defender su novela, en 1963, como una obra a secas, situada por encima de la etiqueta de lo testimonial:
«Solo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela (...). Esta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia. Debo añadir que ya en mi infancia me propuse escribir un libro sobre las personas que entonces me rodeaban. En parte, puedo decir que este es el libro. Pero solo en parte, porque la memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son solo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos».