Debería ser al revés. Primero analizar los hechos, para que las cosas que nos pasan nos puedan hacer cambiar o confirmar nuestras opiniones. Pero hoy, desde los intereses ideológicos y de las posiciones previas que cada partido, medio de comunicación, colectivo y persona haya adoptado se aceptan o se rechazan los hechos. Y así se continúan desgastando las grandes palabras de libertad de expresión y democracia, valores que ya no significan lo mismo que en la Transición, porque la inocencia de la libertad se ha transformado en el sectarismo de una parte de la sociedad y sus representantes.
La última semana ha sido prolija en ejemplos de todo ello. Con el 11 de septiembre y el referéndum catalán muchos medios se han lanzado a la trinchera, han renunciado a los principios que deben inspirar esta profesión maltratada y han apostado por defender las ideas despreciando los hechos. Es decir, en mi opinión, se han sumado al sectarismo de los partidos, cada día más incapaces de dialogar y, por tanto, de ejercer la política. Los demagogos que despotrican del «buenismo» y de cualquier intento de gestionar para pactar son los que se han sentado en la butaca de la radicalidad para disfrutar del circo.
La fortaleza de carácter no se encuentra en la dureza estética de las posiciones inflexibles. Aunque cada vez puedan ser más los que las aplauden. Los ciudadanos deberíamos volver a apreciar la capacidad del político dialogante, que busca el acuerdo, que cede en beneficio del bien común y que antepone los intereses generales a los personales o de partido. No es tan difícil imaginar que con voluntad de acuerdo se mitiga el conflicto. Ese esfuerzo merecería ser recompensado.
También en la política local se copian los modelos. Los valores que se pierden no son aquellos de los que tanto se hablan, sino los que no se practican.