Aurora era una profesora del centro San Miguel de Salinas (Alicante) que vivió cuatro años en el infierno. En el año 2011 una alumna le remitió a través de Facebook ochenta mensajes en los que decía que era una «puta, zorra de mierda, perra» y que «se iba a enterar, te vamos a violar, no te va a salvar ni dios». Dos años más tarde, un amigo de la menor escribió «Aurora puta» con una tiza en el aparcamiento del colegio. Entre diciembre de 2013 y marzo de 2014 la joven llamó más de treinta veces a Aurora emitiendo gritos y balbuceando para que no se le reconociera la voz. En otra ocasión la menor de edad abordó al marido de la profesora en la calle y le dijo «tu novia es una puta». En septiembre de 2015 los dos menores de edad hicieron varias pintadas de «soy una puta» en el cristal del vehículo de la profesora. A consecuencia de esta campaña de acoso, Aurora sufrió un estado de ansiedad, nerviosismo, cefaleas, insomnio y problemas estomacales.
El Juzgado de Menores nº 1 de Alicante juzgó los hechos cometidos por los dos menores de edad. Llegó a la conclusión de que habían cometido un delito de trato degradante a la profesora y les impuso la medida de libertad vigilada, cuarenta horas de trabajos en beneficio de la comunidad y 5.000 euros de indemnización por los daños morales. A pesar de que los dos menores recurrieron la sentencia, la Audiencia Provincial de Alicante mantuvo su condena. Los tres magistrados consideraron que se trataban de hechos muy graves que suponían un desprecio a la autoridad que representa el profesor y, debido a su reiteración y prolongación en el tiempo, habían provocado un sentimiento de humillación, angustia y malestar a la profesora.
¿Qué puede llevar a dos menores de edad a cometer unos hechos tan graves? ¿Dónde ha quedado el respeto a los demás? ¿Y la educación? ¿Qué ha ocurrido en la vida de estos dos jóvenes para que su máxima aspiración sea provocar el hundimiento moral de una persona? ¿Por qué dos menores de edad se convierten en acosadores que no conocen límites? ¿Qué ha fallado? ¿Su familia? ¿El sistema educativo? Desde hace unos años, los medios de comunicación publican cada cierto tiempo noticias relacionadas con el acoso a los profesores. Según los datos del sindicato de enseñanza ANPE, se estima que el 7 por ciento de los docentes han sufrido agresiones de alumnos y un 14 por ciento, insultos. Las nuevas tecnologías de la comunicación están propiciando nuevos escenarios de humillación y acoso. Llamadas constantes, intromisiones en el perfil de redes sociales, grabaciones en clase que se difunden por WhatsApp, etc. La dificultad para averiguar la identidad de los acosadores –por ejemplo, cuando se utilizan perfiles falsos- impide, en ocasiones, el castigo de los menores, lo que genera frustración entre el profesorado y un sentimiento de omnipotencia de los jóvenes. Por si fuera poco lidiar con esta situación, los padres de los alumnos, en ocasiones, también atentan contra los profesores. En el curso 2013-2014 el 28 por ciento de los docentes que acudieron al Defensor del Profesor del sindicato de enseñanza ANPE manifestaron sufrir acoso y amenazas por parte de padres de alumnos. Al menos un 19 por ciento de los docentes que acudieron a este servicio aseguraron que habían sido denunciados por las familias. Se estima que, al menos, un 57 por ciento de los profesores sufren ansiedad y en torno a un 16 por ciento, depresión.
Ha llegado el momento de revertir esta situación. Hay que recuperar los valores –respeto, educación, tolerancia, esfuerzo- que han servido (y servirán) para la construcción moral de una sociedad en la que merezca la pena vivir. Debemos inculcar a los menores que el respeto a la autoridad (padres, profesores, instituciones) no implica sumisión ni pérdida de libertad. Más bien al contrario, supone dar valor a quien nos protege, nos enseña, nos da de comer y nos ofrece las herramientas necesarias para construir nuestro proyecto de futuro. Dejar que los menores se conviertan en tiranos nos convertirá en una sociedad de débiles cuyo único objetivo sea la satisfacción a cualquier precio de sus deseos. Nuestra obligación es recuperarlos e inculcarles la ilusión por aprender. ¿Acaso hay otra forma de ser libres? Se trata de una misión difícil cuyo final apenas se atisba en el horizonte. Quizá nos ayuden las reconfortantes palabras de Malala, Premio Nobel de la Paz a los diecisiete años: «Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar el mundo. La educación es la única solución».