Desde que el pasado junio aumentó el descuento de residente para viajar entre las Islas al 75 por ciento Palma se ha convertido en el segundo destino predilecto de los menorquines. Barcelona se mantiene en la primera posición, sigue siendo la ciudad en la que residen muchos de nuestros estudiantes, el lugar de origen de numerosos residentes en la Isla, o el punto donde tocar territorio peninsular para continuar viaje, así que no queda más remedio que pasar por el aro del monopolio invernal de Vueling o embarcarse, opción esta última que solo gana adeptos por una cuestión de dinero. Sin embargo, es curioso cómo también es por el bolsillo por donde nos hemos comenzado a 'mallorquinizar' en lo que a las escapadas se refiere.
Las cifras son elocuentes: un aumento del 33,8 por ciento del tráfico de pasajeros, casi 36.000 más que el año pasado entre julio y noviembre en una ruta aérea con Palma que se mantenía desde hace años estable, anodina, sin mucho interés para el viajero menorquín del que se solía decir que, ya puestos a coger un avión, prefería ir a la península. Pero los datos lo desmienten, la ocupación de los vuelos a Palma se dispara del 40 al 70 por ciento, lo que demuestra que la cohesión territorial se basa principalmente en el transporte -o mejor dicho, en sus precios económicos-, y no en otras zarandajas, en esloganes huecos como aquel que hace ya años decía quatre illes, un país, pero era demasiado caro dar el salto a la isla vecina.
Y no digamos a Eivissa. Mallorca, para ir de compras, disfrutar de una buena oferta cultural y gastronómica, por razones de ocio, o simplemente para airearse es una buena opción desde el momento en que es asequible, y de ese roce nace más cariño que de cualquier intento político de forzar los sentimientos. Sería deseable que ese interés creciera también en sentido inverso.