Después de cuatro días en Mongofra Nou escuchando a Juan José Millás (Valencia, 1946) junto a un grupo de amantes de la escritura y de lo literario, una siente que tiene más desarrollado lo que él llama el aparato imaginario. Es difícil explicar cómo se percibe el ejercicio de esta musculatura invisible, aunque sospecho que los alumnos del encuentro organizado por Talleres islados y los asistentes a la conferencia sobre la lectura (y otras transgresiones) que ofreció en la sala Albert Camus de Sant Lluís ya saben a qué me refiero.
La mejor manera, según Millás, de fortalecer este aparato imaginario es leyendo novelas y relatos; historias, en definitiva, que el cerebro necesita casi más que cualquier otro alimento. Y la mejor manera de escribir (bien), dice, es extrañándose de los objetos, de los hábitos, de las personas o de los gestos, como lo hacen los niños y las niñas. «El escritor tiene primero que extrañarse para que la realidad adquiera significado», explica, «y luego conseguir que el lector se desfamiliarice también con algo que antes le era familiar».
Este extrañamiento puede empezar a practicarse cualquier día. Te levantas con tus rutinas pegadas a las lumbares, pero hay una inquietud: algo falta, algo sobra. Podría ser una figurita de porcelana que durante cuarenta años (regalo de bodas) ha presidido una estantería de la casa de tus padres y que tu madre, una mañana, después de mirarla con atención durante unos minutos, ha tirado a la basura, oculta entre las cáscaras de las naranjas, al descubrir por fin cuánto la detestaba.
Millás emprende su camino del extrañamiento entre bocanadas de humor y horror, entre saltos (sin retorno) de lo cotidiano a lo extraordinario y con sus obras comienza esta serie de lecturas para aprovechar mejor la luz de los días largos de verano. Me quedo con sus «Articuentos completos» (2011) y con su novela autobiográfica «El mundo», con la que obtuvo el Planeta y el Premio Nacional de Narrativa en 2007 y de la que copio aquí un fragmento que me acompaña casi como si fuera un recuerdo propio:
«Recuerdo el tacto de las sábanas, heladas como mortajas, al introducirme entre ellas con mi sesenta por ciento de esqueleto, mi treinta o cuarenta por ciento de carne y mi cinco por ciento de pijama. Recuerdo la frialdad de las cucharas y de los tenedores hasta que se templaban al contacto con las manos. Recuerdo la insensibilidad de los pies, que parecían dos prótesis de hielo colocadas al final de las piernas. Recuerdo los sabañones, Dios Santo, que se ponían a picar en medio de la clase de francés o de matemáticas, y recuerdo que si caías en la tentación de rascártelos sentías un alivio inmediato, pero en seguida respondían al estímulo multiplicando la sensación de prurito. Recuerdo que aprendí esta palabra, prurito, a una edad absurda, de leerla en los prospectos de aquellas cremas que no servían para nada. Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningún lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, el techo, el pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frío el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heladas las caricias. Aquel frío de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días del invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria. Si se ha tenido frío de niño, se tendrá frío el resto de la vida».
También sus ya clásicos «El desorden de tu nombre» (1987) o «La soledad era esto» (1990, Premio Nadal), han fortalecido el aparato imaginario (y lo seguirán haciendo) de muchos de sus lectores, que este año han conocido a una nueva protagonista de su universo: la mujer pájaro de su última novela, «Que nadie duerma». Aparte de esta ristra, y para compartir también algún secreto de estos días islados, me permito desvelar algunas de las recomendaciones que fue lanzando el propio Millás en las cerca de veinte horas de clases iluminadas de las que hemos salido con otra mirada, como quien estrena vestido y punto de vista: la novela «Ordesa», de Manuel Vilas; los poemas de Anne Sexton o los cuentos «Insignia», de Julio Ramón Ribeyro, «Catedral», de Raymond Carver y «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne.
Así, con todos estos títulos, arranco esta serie veraniega que —ya aviso— quedará siempre incompleta, pero que reunirá pistas borrosas para seguir extrañándonos de la (presunta) realidad y para ejercitar, de tanto en tanto, nuestro aparato imaginario.